OPINIÓN

Por Jorge Berry (*)m.jorge.berry@gmail.com

En noviembre de 1978, un congresista estadunidense, de nombre Leo Ryan decidió hacer una visita a Guyana, la antes colonia británica. Ryan hizo el viaje para investigar a una colonia religiosa llamada “El Templo del Pueblo”, que había sido fundada a principios de la década por un predicador blanco llamado Jim Jones.

La secta, originada en San Francisco, contaba ya con miles de seguidores, incluidos afamados políticos locales; era una membresía con mayoría afroamericana. Las actividades sospechosas de la secta empezaron a despertar el interés de los medios, y Jim Jones, ya paranoico, decidió mudar la base de operaciones de la secta a Guyana. Para 1977, se estableció un asentamiento llamado Jonestown, en honor de su líder, y cerca de mil fanáticos de Jones se mudaron a la comunidad, básicamente agrícola, pero en medio de la selva, para poner en práctica las ideas socialistas y progresistas que su líder predicaba.

Jones defendía la igualdad racial y social, pero no toleraba ideas ajenas, y era especialmente vulnerable cuando percibía una traición. Convencía a los incautos. La secta empezó a florecer cuando a mediados de los 60s, Jones aseguró que habría una guerra nuclear el 15 de julio de 1967, y que el único lugar seguro era el norte de California. Cuando llegó ahí con un contingente de fanáticos, la secta comenzó a florecer.

Como decía P.T. Barnum, fundador del legendario circo de Barnum & Bailey, “there’s a sucker born every minute”, (“cada minuto nace un nuevo cretino”) y la gente creía en las patrañas. Siempre rechazaron a sus críticos, hasta que llegó la tragedia.

El congresista Ryan y otras cuatro personas fueron muertas a balazos cuando llegaron a Jonestown, y acto seguido, Jim Jones convenció a sus fanáticos de beber un vaso de Kool-Aid, una de estas bebidas en las que disuelven polvos de sabores en agua. Solo que en el brebaje que preparó Jones, disolvió una generosa cantidad de cianuro. El resultado fue de más de 900 muertes, incluido Jones, quien murió de un disparo en la cabeza. Nunca se estableció si fue suicidio, o la reacción horrorizada de alguno de los sobrevivientes.

Traigo esto a colación para poner un ejemplo de lo dañino y letal que puede ser el fanatismo. Acatar y obedecer, completamente a ciegas, no es ejemplo de lealtad, sino de estupidez. Quienes aceptan formar esos ejércitos silenciosos y aduladores sacrifican su libertad de pensamiento, y con ello, parte de su humanidad. Es lo que les pasó a los Templarios del Pueblo de Jim Jones.

Me aterroriza ver el zócalo de CDMX convertido en un templo para adorar al caudillo actual. Aunque fueron bastante menos de las que presumió el gobierno, fue triste ver a miles y miles de almas con el libre albedrío pulverizado. Por más que se les demuestren los acarreos masivos de personas, por más que se les explique que en un acto del gobierno federal no hay lugar para las banderas de Morena, por más que se les demuestre con datos duros la creciente corrupción, el incremento en la pobreza, y el desastre económico que padecemos, incluyendo inflación, no mueven una neurona para razonar. Mientras haya torta y chesco de por medio, ¿qué más da?

Todo lo anterior, sin siquiera tocar el punto de la pandemia. La nueva sepa del CORONAVIRUS, llamada “ómicron” es todavía un misterio. No hay estudios que permitan saber si es más contagiosa, si las vacunas actuales sirven contra ella, si producen síntomas más graves o más benignos, si el importante número de mutaciones que presenta el bicho lo hacen más peligroso. Nada de esto se sabe.

Pero a este gobierno nunca le ha preocupado la verdad, sino su narrativa. El presidente Andrés Manuel López Obrador no quería que se alterara en nada el festejo que tenía planeado para el Zócalo. Por ello, salió en una mañanera y declaró que no había de qué preocuparse. Tal vez no, pero después del petardo que pegó su gobierno con su pésima reacción ante la pandemia, después de apoyar hasta la ignominia al charlatán de Hugo López-Gatell, habría que pecar de cauteloso. Pero no.

Gente apretujada, muchos sin cubrebocas, o usándolo debajo de la nariz, sillas acomodadas pegadas unas a otras, cero lugares donde lavarse las manos, y una odisea para encontrar un baño, pero qué importa, si llenamos Zócalo.

Ojalá no acabemos, como la vez pasada, contando los muertos. Van en más de 600 mil, dicen las autoridades, y todos sabemos lo que eso significa.

Ya le voy a parar, porque de nada me sirve hacer corajes. Solo espero que en Vallarta y Bahía nos sigamos cuidando como debe ser. Eviten aglomeraciones, no olviden el cubrebocas, lávense las manos seguido. Bendiciones a todos.

¡Nos leemos el lunes, Vallarta y Bahía!

(*) Periodista, comunicador y líder de opinión con casi 50 años de experiencia profesional.

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