OPINIÓN

Por Jorge Berry (*)

En pasadas colaboraciones les he platicado del shock cultural que significa dejar una ciudad de 20 millones de habitantes, para mudarse a la costa del Pacífico mexicano, y abruptamente cambiar, y por supuesto mejorar, la calidad de vida.

En CDMX, uno no se toma el tiempo para admirar las maravillosas creaciones de la naturaleza. Solíamos colgar en el jardín un bebedero, al que llegaban colibríes, pero no era frecuente tomar parte del día, y sentarse a admirar las danzas y juegos de esta singular especie. Los colibríes son una de 115 especies que pertenecen a la subfamilia de los troquilinos en el orden de los apodiformes. (Datos cortesía de la Enciclopedia Británica, de la que aún mantengo edición impresa.)

Eso, hormigas, una que otra cucaracha y el esporádico alacrán desorientado es a lo más que llega el contacto con el reino animal, del que excluyo a mascotas, cuya conducta está ya tan distorsionada por su contacto con los humanos, que los tratan como personas. No es crítica de ninguna manera, puesto que hago lo mismo con mi perrita, una bichón maltés con aspiraciones aristocráticas frustradas, aunque ella no lo sabe. Se comporta como emperatriz, es completamente blanca, y se llama Khaleesi, la madre de los dragones. (Si no entendieron la mención, consulten con algún fanático de Juego de Tronos.)

Khaleesi, acompañada por nosotros, llegó a su nuevo hogar en Nalisco, o Jayarit, como Ud. prefiera, y se dio un frentazo con una cascada de novedades naturales que estaban fuera de su experiencia, y de la nuestra. La casa que ocupamos tiene un jardín en la parte trasera que da a un lago artificial, pero lago al fin, que habitan incontables especies de aves, patos y majestuosas tortugas, además del servicio de limpia natural que son los zopilotes, también abundantes en la zona. En los primeros días en la casa, descendió una nutrida parvada de zopilotes a darse un festín con el infortunado cadáver de un garrobo de buen tamaño. El espectáculo, aunque parte del ciclo de vida de las especies, no dejó de ser desagradable.

Conté la anécdota, y algún añejo lugareño me recomendó colocar un búho de madera en el jardín, asegurando que funcionaría como espantapájaros con los zopilotes. No sabía que los búhos apreciaban en el paladar la carne de zopilote, pero el hecho es que, puesto el búho, los zopilotes no han vuelto a poner una ala (¿pie?) en mi jardín.

Sin duda, los dueños del jardín son los garrobos, (Senosaura similis, de la familia de los iguanoides) también conocidos como iguanas negras. Las iguanas tradicionales, con su brillante color verde, más pequeñas que los garrobos, pero también herbívoras, y sumamente veloces, y las majestuosas tortugas, que de vez en vez pasean por el jardín, comparten el espacio.

Una mañana, descubrimos en el jardín una tortuga atrapada en una malla de metal. La zafamos y, al irse, vimos que dejó un hoyo en la tierra con varios huevos dentro. Nuestra cocinera, una joya de la gastronomía local llamada Iris Arce, nos alertó a que los huevos de tortuga son el desayuno preferido de los garrobos. Nos preocupamos, protegimos el nido con cajas de cartón, seguros de que mamá tortuga volvería, y llamamos a las autoridades de Semarnat para que rescataran los frágiles huevecillos.

La respuesta de las autoridades no fue la esperada. Fuimos informados que nuestra tortuga era de río, es decir, de agua dulce, y los que tienen protección ambiental son los de las tortugas marinas. O sea, nuestra tortuga resultó plebeya. Cero ayuda. Tratamos de cuidar el nido y lo tapamos con tierra húmeda, pero nunca volvió mamá tortuga y un par de semanas después, los garrobos organizaron una incursión nocturna, y devoraron los huevos. Sólo quedaron cascarones.

Tal vez, muchos de quienes leen esto piensen que es una historia superficial y sin importancia, y tendrán razón. Pero creo que vallartenses y bahianos deben sentirse orgullosos de poder ser testigos, en sus propias casas, de aventuras naturales que, poco a poco, se van reduciendo en este mundo.

He tenido el privilegio de estar en África, y he visto a las leonas de cacería, capturando y devorando a una cebra. El mismo sentimiento, entre tristeza y comprensión de las leyes de la naturaleza, me invadió en ambos casos.

Solo soy un chilango renegado, tratando de reeducarse.

ADIÓS, RUDY CIBRIÁN

El miércoles pasado falleció Rudy Cibrián, el jefe de los Rufianes, el grupo de golfistas al que orgullosamente pertenezco. Se lo llevó el bicho maldito del COVID. Tuve apenas unos meses para conocerlo, pero con eso bastó para valorar su intenso amor por el golf, y su gran calidad como persona.

En estos días, tanto Rufianes, como la Vallarta Golf League, organizarán homenajes en su honor. Ambas organizaciones le deben todo a Rudy.

En lo personal, le envío mis más sinceras condolencias a su compañera Cheryl, y al joven Danny, a quienes esperamos seguir viendo. ¡Buen viaje, querido Rudy!

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