OPINIÓN

Por Jorge Berry (*)

Vivo en la zona Bahía de Banderas-Vallarta desde diciembre de 2020. Llegué después de toda una vida en la Ciudad de México, donde nací, crecí, me eduqué, trabajé y me divertí intensamente, excepto en la década de los 80s, cuando residí en Los Ángeles, California. Allá nacieron mis cuatro hijos, pero todos regresaron a México donde crecieron rodeados de su familia.

De las pocas cosas de las que me arrepiento, es de no haberme mudado para acá antes. Unos 10 o 20 años antes.

No es que ya no ame a la CDMX, o que no extrañe muchas cosas, pero la calidad de vida que se tiene por acá, es algo que no me había tocado.

La CDMX es velocidad, agresión, presión, prisa para todo, tránsito vehicular desesperante, imposible de gobernar, como todas las grandes ciudades del mundo. Así también es Nueva York, Tokio, Londres o Moscú. Pero son ciudades que resultan un imán para la gente, porque en esas capitales se mueve buena parte del dinero de un país. Ahí está centrado el gobierno del país, y es donde los medios nacionales florecen, y tienden, lo digo con conocimiento de causa, a ser centristas. Lo que pasa en Vallarta y Bahía de Banderas, nos interesa solo a los locales. Para que algo de nuestro entorno sea tomado por los medios nacionales, es, por desgracia, solo lo agudamente trágico, y solo si tiene impacto nacional o internacional o, de preferencia, ambos.

Uno llega de visita a una de esas grandes ciudades, y entre el diluvio de emociones que pasan por el turista, está, sin duda, el miedo. En Nueva York, se sienten muchas cosas, pero una, es miedo. Y uno envidia a los neoyorquinos que viven y trabajan ahí, porque se sienten completamente cómodos en su entorno. Cuando un comensal se enoja, y la hace de jamón en un bistro neoyorquino, es invariablemente local. En París, lo mismo.

Pero para miedo, nada como Moscú.

Era mi tercera visita a Moscú. Había estado un par de veces, ambas en el indescriptible invierno ruso. Nunca he tenido más frío. No se puede imaginar. La primera, aún era Unión Soviética. La ciudad, gris, triste, con interminables multifamiliares, padeciendo frío y carestías de todo tipo. La segunda, ya desmembrada la URSS, era otro Moscú. Luces, casinos, tiendas carísimas, caviar a raudales, y mafiosos en cada esquina. El control estatal del acceso a los hoteles seguía siendo férreo.

La tercera, tenía cita para entrevistar a Vladimir Putin, en septiembre de 2002. Putin haría una visita oficial a México en septiembre, y el Kremlin concedió la entrevista a Televisa y Excélsior. La cita era a las 6 de la tarde. Putin apareció a las 11 de la noche, y habló con nosotros unos 45 minutos. Su mirada nunca revela nada. Solo asusta. El viejo operador de la KGB nunca está muy lejos.

Habían pasado en un vehículo oficial porque teníamos bastante equipo. Al terminar la entrevista, nos condujeron por los ya apagados, pero aún grandiosos pasillos del Kremlin, nos mostraron la puerta, y nos dejaron a nuestra suerte en la ya desierta Plaza Roja, cerca de medianoche, y con un frío de los 50 mil demonios, además del miedo. Logramos subir a un taxi, y volver al hotel.

CDMX no es distinta. Quienes viven ahí, y la conocen, la perciben de manera muy distinta al visitante ocasional. Lo que yo extraño de CDMX, después, obviamente, de mis hijos y mis nietos que aún viven allá, son los tacos de Los Panchos, o los del Villamelón. Las corridas de toros con la Plaza México llena a reventar. L’Estoril, un restaurante único. El Danubio. El parque de béisbol, con sus tacos de cochinita. Bellas Artes, y los conciertos de la sinfónica nacional, pero también de los grandes artistas que nos visitan. Con todo, no lo cambio por Bahía-Vallarta bajo ninguna circunstancia. Allá, en CDMX, todo mundo está preocupado por su rollo, y solo en casos de desastre, como temblores o inundaciones, hay solidaridad.

En Vallarta-Bahía, en cambio, la empatía es la moneda de cambio. Y les he comentado que pertenezco a un grupo de golfistas conocidos como “Los Rufianes” que jugamos todos los domingos en distintos campos de la zona. El Covid nos ha pegado fuerte, pero esta vez, resultó infectado nuestro líder, organizador y presidente del Comité Directivo, Rudy Cibrián. De inmediato, Rufianes se organizó para contribuir con parte de los gastos inmediatos que ocasiona esta enfermedad.

Invaluable también, resultó la cooperación y altruismo del Club de Golf Flamingos, escenario de muchas de nuestras jornadas, que aceptó donar parte de lo que normalmente cobran, para ayudar a Rudy. Es esencial que la comunidad golfística de la zona se una en una situación de emergencia, sobre todo si se trata de alguien de los suyos. Ningún Rufián olvida que Rudy es el motor de la organización del grupo, y del Vallarta Golf League, que aporta ingresos y actividad a todos los campos de la zona. Ayer domingo, en Flamingos, se realizó el evento, cuyas fotografías puede ver en este artículo.

Gracias a Rufianes, a Flamingos, pero muy en especial, a la gente de Bahía-Vallarta, por enseñarnos a todos que aún queda algo de humanidad en este mundo.

Escríbanme con sus opiniones al correo que aparece arriba, y nos leemos el viernes. ¡Feliz semana!

(*) Periodista, comunicador y líder de opinión con casi 50 años de experiencia profesional.

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