OPINIÓN

Por Jorge Berry (*) – m.jorge.berry@gmail.com

Dos o tres veces, en estas colaboraciones, me he referido a temas históricos. Lo confieso, la historia me apasiona, sobre todo, porque por más que estudiemos las fuentes formales, los testimonios de los hombres y mujeres de su tiempo, los documentos oficiales, los registros de la prensa, cuando ya la había, sobre los acontecimientos que se estudian, nunca se llega a la certeza.

Como es lógico, entre más alejados en el tiempo están los protagonistas de los acontecimientos bajo estudio, más se tiene que recurrir a la especulación, y la intuición y al razonamiento lógico.

El estudio de la evolución humana, por ejemplo, nos obliga a inferir conductas y tendencias a partir de unos cuantos restos fósiles, pero no sabemos ni por qué ni cómo “homo sapiens” sobrevivió, se reprodujo y pobló el planeta, y “homo neanderthalis”, un homínido físicamente más fuerte, pero probablemente menos inteligente, se extinguió. Ambas especies coexistieron miles de años, pero una floreció, y otra desapareció.

Avanzaron los tiempos, y el pensamiento humano, única circunstancia que nos hace la especie dominante en el planeta, y aún eso es debatible, decidió que tenía importancia empezar a llevar registros de los hechos relevantes, a su juicio, del momento en que vivían. De ahí partió Herodoto, y todos los historiadores que siguieron, cada vez con mejores herramientas, la recopilación de los relatos del quehacer humano.

Pero la historia no puede recoger todo, ni transmitirlo todo. Conocemos las andanzas de los reyes y emperadores, pero no las vidas de los súbditos. Se requiere un alto grado de erudición, por ejemplo, para describir la vida diaria durante el oscurantismo medieval, y por más que se busquen documentos, las descripciones serán generosas con la inferencia.

En lo particular, me interesaba mi historia familiar.

Los cuentos y los chismes que oía de niño, y que me deslumbraban. Los adultos los contaban cómo anécdotas familiares, y reían sin parar, cuando mi padrino Elías Corral, hermano de mi madre, doctor en medicina, y especializado en proctología, contaba las anécdotas de la familia. Tenía un gran don de narrador.

Contaba, también, las de su profesión, que por motivos escatológicos, voy a omitir por esta vez.

Por allá de 2014, Guillermo Ochoa, padre e hijo, me invitaron a colaborar en una revista titulada “Referéndum”. El primer artículo que publiqué fue una de esas inolvidables de mi padrino, con la que creo, se identificarán, porque en todas las familias hay historias, hay leyendas y hay quien las cuenta sabroso.

Les reproduzco aquel lejano artículo, y los invito a que, si recuerdan alguna anécdota familiar interesante, me la manden por correo electrónico. Ayúdenme a hacer la historia que nadie cuenta.

PRIMAVERA

Será que extraño la primavera de mi vida, que se encuentra, si bien me va, en el otoño. Pero cada que pasa el mes de marzo, algo renace en el espíritu. La primavera es esperanza, es principio, es riesgo, es incertidumbre, es confianza, es comenzar, es renovar, es, en fin, una nueva oportunidad.

Allá por principios del siglo pasado, cuenta la leyenda familiar, una primavera el tío Odilón Gómez, (historia verídica) decidió emprender un negocio. Se metió a la cocina, exprimió varios limones, añadió azúcar, sal y varias sustancias desconocidas que le daban a su brebaje un sabor agrio, con, decía la bisabuela, seguramente unas gotitas de árnica.

Salió el tío Odilón a la calle a comprar un lote de pequeñas botellas de cristal con la capacidad de poco más de una ampolleta del mágico invento, las llenó, las selló, diseñó el logo, que plasmó a mano, una por una, en las etiquetas.

El tío Odilón, que no era apotecario y menos médico, era un hombre de imaginación fértil. Estudió, en la botica del tío Rafael, hermano de mi bisabuela, los nombres genéricos de diversos remedios de la época.

Ahí se le ocurrió la brillante idea, que después cristalizó: decidió bautizar su nuevo medicamento como “Desinfestina, el único elixir que lo cura todo”. En aquellos tiempos, no había planes de marketing, ni controles gubernamentales de la secretaría de Salud.

Se vendía y se compraba en mercados y boticas tanto mariguana como cocaína por sus virtudes curativas, aunque no faltaba quien se volvía vicioso de esas sustancias. También el árnica producía adicción. Por ello las sospechas de mi bisabuela, quien como toda la familia, no salía del asombro que le causaba el éxito de la famosa “Desinfestina”, que el tío Odilón empezaba a vender con inusual éxito en una transitada esquina.

Mi bisabuela le decía, “Odilón, un día vas a matar a alguien con esa porquería”. “No”, respondía, “es que no lo has probado, Elvirita. Vas a ver como sí cura todo”. Mi bisabuela ni le creyó ni la probó.

Pasó el verano y el otoño, y el tío Odilón seguía vendiendo la “Desinfestina”. Era un hombre grande y gordo, que tenía muy buen diente. Le gustaba sentarse a la mesa, y realmente disfrutar de la comida. Una noche de ese invierno, como postre después de la cena, se comió un gran plato de calabaza con leche – calabaza en tacha, se llamaba. Se levantó de la mesa, y dijo que se iba a acostar, porque se “sentía pesado”. Al día siguiente, amaneció muerto. Y con él, la receta de la “Desinfestina”.

El tío Rafael, que sí era médico, emitió certificado de defunción, y como causa, anotó “congestión”. Mi bisabuela, hasta su muerte varios años después, siguió pensando que el tío Odilón murió por tomar su propio producto.

Historias de primavera, de un México que ya se fue.

¡Hasta el lunes, Vallarta y Bahía!

(*) Periodista, comunicador y líder de opinión con casi 50 años de experiencia profesional.

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