El turismo: ese desconocido que hoy domina a la sociedad 

LA MIRADA INCÓMODA

“El viajero ve lo que ve, el turista ve lo que ha venido a ver”: Frase popular.

Por Alfredo César Dachary - cesaralfredo552@gmail.com

El turismo moderno era el complemento de una revolución, que para que existiera se debió dar primero esa revolución, la del trasporte, por ello es que John Ruskin, la define así: “El ferrocarril transforma al hombre de viajero en un paquete viviente”.

El reverendo Robert Kilvert afirmaba en el siglo XIX, que si hay algo que resulta más odioso es tener que escuchar que es lo que resulta admirable y hacer que se lo indique a uno con una varita, por ello de todos los animales nocivos el más nocivo es el turista, no logra entender la realidad que visita menos la sociedad sobre la que se desarrolla.

En el siglo XX, Bourdieu señala que la “carrera persecución”, según la educación, compra de autos, casas y viajes de vacaciones de la mayoría de la población está determinada por sus gustos de clase.

En 1764, Adam Smith acompañó al hijo de un conde a un tour de treinta y dos  meses en el continente, para reunirse con los economistas de su tiempo, y allí descubrió algo más que el juego social del capital, que no es solo económico sino simbólico y social, por ello, para estos ricos era una inversión, ya que no se podía entrar a una conversación sin conocer los lugares del Mediterráneo; conocer era parte importante del saber en una época en que la educación era patrimonio de la clase gobernante y sus asistentes.

En 1908, en Alemania, el 66% de los trabajadores del sector privado disfrutaban de las vacaciones, era la Alemania imperial que había divido África entre las metrópolis, por lo que llama la atención esa doble cultura laboral, para unos el trabajo extenuante con mínimos descansos y, para otros, un orden moderno de derechos sociales incluidas las vacaciones.

Pero el turismo tuvo su revolución social en Francia en 1936, cuando asume el poder el denominado Frente Popular que se animó, en plena postguerra, a realizar una revolución social que garantizaba cuatro semanas de vacaciones pagadas a todos los trabajadores. La duración de las vacaciones anuales pagadas debería aumentar progresivamente con la duración del servicio, en la forma que determinara la legislación nacional.

Señalaba que, toda persona que tomara vacaciones, en virtud del artículo 2 del presente Convenio, debería percibir durante las mismas, su remuneración habitual, calculada en la forma que prescribía la legislación nacional, aumentada con la equivalencia de su remuneración en especie, si la hubiere, o la remuneración fijada por contrato colectivo.

Se consideraba nulo todo acuerdo que implicara el abandono del derecho a vacaciones anuales pagadas o la renuncia a las mismas; es el último seguro que le colocaban a ese convenio para que fuese aplicable y no negociable.

Los atractivos iniciales en pleno siglo XIX no podían ser muy diferentes a los de una sociedad que vivía en esa época en París, entre los perfumes obligados y los olores de una gran ciudad sin cloacas, al extremo que en 1867 se recuerda como lo más impresionante las cloacas de París, recorridas en barco, donde se celebraban matrimonios y se organizaban caza de ratones y compromisos matrimoniales.

La afluencia turística a lugares social y moralmente desvalorizados tiene su origen, ambiguo, en el slumming, «práctica turística nacida a finales del siglo XIX que consistía en que los habitantes ricos de Londres o de Nueva York acudiesen a visitar los barrios de su ciudad habitados por las clases más pobres, por las minorías étnicas o sexuales, para escandalizarse y disfrutar del espectáculo de su alteridad y de sus desviaciones, que confortaban naturalmente a los visitantes en el sentimiento de su propia identidad y en el valor de sus propias normas (Heap 2009, Koven 2004)» (Staszak, 2015).

En esa misma época, en 1869 Mark Twain escribe una “Guía para viajeros inocentes”, que fue por muchos años uno de los libros para viajeros más leído. El libro cuenta el viaje que en 1867 emprendió un, por aquel entonces todavía desconocido, Mark Twain desde Nueva York a Tierra Santa en el que sería uno de los primeros viajes organizados de la historia, él tenía entonces 32 años, trabajaba para el diario Alta California y ese periódico fue el que le encargó una serie de crónicas de aquel viaje que tanta expectación había levantado entre la sociedad norteamericana.

El viaje a bordo del Quaker City duraría un año y llevaría a Twain y al resto de viajeros a realizar “una excursión a Tierra Santa, Egipto, Crimea, Grecia y lugares de interés intermedios”. Por esos lugares de interés intermedios podemos entender casi todo el Mediterráneo incluyendo Francia, Italia y Turquía. El talento narrativo de Twain, por algo es uno de los más grandes escritores norteamericanos de la historia, pero sí, al menos a mí me sorprendió, su fino humor irreverente y corrosivo.

A mitad del siglo XX, el turismo de masas empuja a la sociedad a saber qué es lo que en realidad atrae al turista, ven o sienten la amenaza de hordas de turistas que sin ningún tipo de control dominaban amplias zonas de playa, plazas, centros de camping y el centro de la ciudad comenzándose a bifurcar los caminos: el viajero era activo y el turista es pasivo, un ejemplo perfecto de la sociedad fordista, uniforme, repetitiva, monótona y, por ende, aburrida.

En 1962, Hans Magnus Enzensberger, elabora una teoría del turismo, viajar no es hacer turismo; un turista no es un viajero. La diferencia residía en el tiempo: mientras el turista se apresura por lo general a regresar a su casa al cabo de algunos meses o semanas, el viajero, que no pertenece más a un lugar que al siguiente, se desplaza con lentitud durante años de un punto a otro de la tierra. Si la diferencia está en el tiempo y el tiempo, lo sabemos, es dinero, la diferencia entre el viajero y el turista es, pues, económica, a lo que faltó agregar, cultural.

La visita turística es un deseo de fuga en la vida cotidiana, un impulso de liberarse de las ataduras de la sociedad durante el breve período de vacaciones, y el cumplimiento de este deber “libertario” compensa la culpa que el turista siente haber cometido al escaparse de la sociedad.

Nada puede eliminar el anhelo que se oculta en esta crítica despiadada, exasperada y desesperada, y mientras uno se limita a ridiculizarla, no es posible explicarla ni romper con ella lo que se oculta.

La exigencia de la que vive el turismo es la de una libertad feliz; en 1947, Max Horkheimer y Theodor Adorno acuñaron el concepto de industria cultural, antes ambos términos se excluían entre sí. La industria cultural nace no tanto del desarrollo de la técnica como de las demandas del capitalismo y de la alienación que el mismo produce en la sociedad, por lo que también el tiempo libre, el ocio y la diversión son formados por el “carácter coactivo de la sociedad alienada de sí misma”.

Este concepto publicado por Max Horkheimer y Theodor Adorno, en “Dialéctica del iluminismo”, Editorial Sudamericana, Buenos Aires en 1988, es un parteaguas para analizar el turismo de la segunda parte del siglo XX, el de la sociedad del consumo.

Un carácter coactivo es también propio del turismo, en el cual, no por casualidad, las ansias de libertad toman la forma del viaje organizado, así lo inviolado, no explotado por el capitalismo es ocupado con métodos totalitarios, por ello el turismo es la parodia de la movilización general.

El turismo es una “industria cultural” porque lo que el consumidor compra es solo un añadido de capital simbólico en la industria cultural, el turismo por su carácter mistificador de la Ilustración como engaño de masas.

La liberación del mundo de la industria se ha establecido ella misma como industria: el viaje del mundo de las mercancías se ha convertido en una mercancía, y por ello es que la industria cultural defrauda continuamente a sus consumidores, respecto de aquello que continuamente les promete.

El turismo pensado para hacer libre a sus seguidores de la sociedad, se lleva de viaje consigo a la sociedad, en las caras de sus compañeros de viaje puede leerse lo que se quería olvidar, la monotonía de su vida hecha paisaje.

El turista lo único que persigue es alcanzar lo inalcanzable, ya que una sociedad alienada no puede ser asumida por otra también alienada. La tautología de la alienación, la fuga de una sociedad alienada no pude ser alienante, nos encarcela en un círculo lógico.

Walter Benjamín, el Markers es lo que confiere a la atracción turística, el sello de autenticidad o su aura, con la advertencia de todas formas que debemos darle vuelta al argumento de Benjamín, según el cual la reproducción técnica arrebataría a la obra de arte el aura que rodea al original.

Pero según McCannell, la obra se hace autentica solo después que la primera copia haya sido producida. Las reproducciones son el aura y el ritual, lejos de ser un punto de origen, se deriva de la relación entre el objeto original y su importancia socialmente construida. Jonathan Culler, en la semiótica del turismo señala: “la distinción entre autentico e inauténtico es un poderoso operador semiótico en el seno del turismo”.

El turismo se destruye así mismo, por sobreuso, carga descontrolada que altera el mismo, que pierde su atractivo natural, y la carrera - competición que plantea Bourdieu, es muy fuerte en el turismo y eso va empujando a los grupos de más alto nivel que son desplazados por la masificación a nuevos destinos más cerrados.

El turismo es una industria expansiva, en constante reformulación y que el crecimiento afecta a los destinos alterándolos, por ello el turismo es una práctica que se autodestruye, tanto conceptual como materialmente, ante la necesidad de cambio y adecuación a nuevos imaginarios de una sociedad que no deja de exigir nuevos escenarios.