Por María José Zorrilla

Vivir del mundo, vivir para el mundo, o vivir en mi mundo. Cuando creíamos salir del COVID, estalla una despiadada guerra en Ucrania que debe pagar los pecados de no querer estar al servicio de Putin. China amenaza con apoyar a los rusos, sus compinches socialistas, pero no han podido librar del todo la batalla contra el coronavirus.

Sigue haciendo estragos la ómicron en ciudades enteras con aumento de brotes similares o aún mayores a los del inicio de la pandemia. En Estados Unidos y el resto del mundo prevalece una especie de parálisis ante el temor de una tercera guerra mundial y como un circo romano moderno estamos viendo como caen eliminados por igual soldados, que civiles, mujeres y niños.  Hay quienes aseguran que esos ataques indiscriminados igual hacia objetivos militares o civiles es parte de la estrategia de Putin para desalentar a los ucranianos.

Hacerlos perder la esperanza de seguir luchando ante tan tremenda masacre. Obligarlos a olvidar la romántica idea de defender su autonomía marcada por el neonazismo según Putin y anexarse a la sombrilla rusa al mejor estilo soviético del pasado.

Lamentable admitir, que, aunque no nos guste lo que vemos, poco a poco nos estamos acostumbrando a vivir con imágenes violentas de guerras, tiroteos de grupos al azar, o las barbaries del narco y el crimen organizado que ha llegado a cometer atrocidades innombrables.

Estos horrores ya casi no nos asustan, empezamos a tener una especie de anestesia colectiva ante el drama ajeno que nos adormece la compasión.

Decía un filósofo israelí que el drama no está solamente en vivir en la violencia, sino acostumbrarnos a ella como parte de nuestra cotidianeidad. Perder la capacidad de asombro ante tanto dolor y guardar silencio.

No es la manera de romper con esa ola de tragedias, refugiarnos en nuestro pequeño mundo, más controlado y donde podamos disfrutar mientras se pueda de lo que nos toca vivir. Si los que estamos lejos poco podemos hacer por los que padecen guerras y hambres, mucho es lo que podemos hacer en nuestro propio entorno donde necesidades las hay y muchas.

Y si no se manifiestan de manera abierta en el sentido estricto de una guerra con misiles y tanques como lo que sucede en Siria o Ucrania, acá tenemos muchas guerras que librar que no sólo se reduce al crimen organizado y los feminicidios que ya en sí son un gran reto para el país.

Pero hay otras batallas en las que sí podemos participar de manera más activa.  Una amiga hacía una reflexión de cómo llegamos al individualismo del yo hasta para nombrar las cosas que más utilizamos hoy día.  El I Pad, el I Tune, el I Phone.

Anteponiendo un yo ante todas las cosas. Llegando incluso a nombrar los nuevos elementos del uso diario con el prefijo de pertenencia: a mí nada más.

El fin de semana pasado me tocó platicar con amigos que comentaban como sus hijos adolescentes veían las luchas de poder en los antros entre los jóvenes para ver quién gastaba más y obtenía la mejor mesa de la disco.

Chicos que todavía no han cumplido los 20 y papi les deja carta abierta para gastar 50 o 60 mil pesos en una sola noche de copas el fin de semana. No podía creer semejante atrocidad, indistintamente del capital del padre. Es evidente que ante mayor acumulación de riqueza hay mayores expectativas de gasto y mayores necesidades de satisfactores, pero dónde quedó la proporción, dónde la objetividad para juzgar hasta dónde es sano estirar los límites.

Estarán conscientes los padres del daño que les causan a sus hijos. Quienes han consentido de tal manera a los hijos a lo largo de la historia, casi siempre han derivado en desastres o tragedias.

La pregunta sería si esos mismos personajes que sueltan a manos llenas el dinero para saciar las aparentes necesidades de sus hijos, serían capaces de donar 50 mil pesos a una asociación benéfica, cultural o medioambientalistas, no una vez a la semana, sino cuando menos una vez por mes o una vez al año. O si los juniors apoyan alguna causa benéfica con trabajo.   Es lamentable observar cómo se ha perdido la proporción de las cosas, de la vida, de la violencia, del dinero y de lo que consideramos placentero.

Dónde quedó el equilibrio. Ni Oriente ni Occidente hemos podido resolver las temáticas del mercado libre, de las economías de estado, de la reducción de la brecha entre ricos y pobres, que no sólo se ha intensificado, se ha magnificado de tal manera que los límites se han extrapolado a niveles donde lo humano es lo último que prevalece.

Lo vemos aquí, en el vecino del norte y en lo que tal vez sea el nuevo muro de Berlín en Europa Oriental.  No nos queda más que preguntarnos cómo si podemos cambiar lo inmediato, cómo si podemos contribuir a que nuestro pequeño mundo del que vivimos, seamos parte de él y contribuyamos a modificarlo para también servir al mundo.

Causas hay muchas donde ayudar, no perdamos ese sentido de solidaridad, es lo primero y lo último que nos relaciona con la existencia y la sobrevivencia material y espiritual.

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