La verdadera historia

OPINIÓN

Por Jorge Berry (*)

Esto de andar tratando de alterar la historia por conveniencia propia, no es buena cosa. Pero es claramente una afición perdurable entre los políticos mexicanos. Una de las víctimas más conspicuas de este revisionismo es Don Porfirio Díaz, presidente de México durante 31 años, y villano preferido de la historia oficial.

Para establecer su narrativa revolucionaria, la máquina de propaganda estableció a Díaz como villano, y Madero como el mártir. La vieja historia de fácil comprensión, del bueno contra el malo. Los historiadores serios nos enseñan que las cosas no son tan simples. Si bien Díaz fue un dictador aferrado al poder, hizo mucho para modernizar a México, y dejarlo listo para competir en el siglo XX. Por lo pronto, Díaz promovió y presupuestó para la construcción de ferrocarriles nacionales, que permitió mejorar en gran medida las condiciones de desarrollo económico del país.

Díaz no fue un hombre que se beneficiara en lo personal de su función pública, y no se le acusa de corrupto. El elitismo de su época no permitía ideas modernas de gobernabilidad. La democracia no era su fuerte. Si acaso, cometió el pecado de querer acercar a México más a Europa que a Estados Unidos, y acabó pagando con el exilio a Francia, donde murió, y donde, increíblemente, aún descansan sus restos.

Madero, por su parte, hoy idolatrado como el “mártir” del movimiento revolucionario, era un idealista, soñador, pero algo torpe para operar políticamente. Fue usado, eso sí, brillantemente, por mentes más lúcidas que la suya, para establecer una narrativa nacional que justificara la toma del poder por las fuerzas revolucionarias. De nuevo, los buenos contra los malos. Aquí se puso más complicada la cosa, porque había que identificar como “buenos”, a personajes tan abiertamente sanguinarios y salvajes, como Doroteo Arango, (Pancho Villa, pa’ los cuates) como héroes nacionales.

La distorsión de la historia para justificar nuevas ideas, usualmente conduce al autoritarismo. Si un gobierno necesita reescribir la historia para establecer sus ideas y sus formas, significa que es un gobierno que no quiere aprender de errores cometidos en el pasado. Quiere fijar parámetros que le permitan seguir aplicando políticas que beneficien a unos cuantos, en detrimento de todos los demás. Es el revivir el viejo sueño priista de la eternidad en el poder, a base de grupos clientelares, y unas cuantas migajas del presupuesto, para poder presumir que ayudan a los pobres.

La historia, la verdadera, la más objetiva posible, los desenmascara, y por ello, les urge cambiarla. Es la única explicación posible que encuentro para la bizarra idea de sustituir la estatua de Cristóbal Colón, con un extraño busto más bien africano, al que denominan “Tlali”, y que ahora adornará (es un decir) el lugar que muchas generaciones de chilangos llamaban cariñosamente “La glorieta de Colón”, y que conmemoraba la llegada del navegante (¿genovés o español?) a nuestro continente, ni siquiera a México.

No se trata, como pretenden hacernos creer, de determinar si la llegada de los españoles a estas tierras fue una cosa buena o mala. Simplemente, ocurrió así, enfrentó a dos civilizaciones con desarrollos distintos, y se impuso la más tecnológicamente avanzada, que fue la española. Nadie le debe disculpas a nadie por esa invasión. No creo, sinceramente, que Hernán Cortez se haya detenido a meditar si, 500 años más tarde, su proceder iba a disgustar a algún político mexicano del futuro, aunque AMLO así lo piense. La conquista, y luego los largos años de colonia, dejaron una marca imborrable en la identidad mexicana, que no tiene por qué avergonzar a nadie, así como tampoco es motivo de vergüenza abrazar el aspecto y la cultura indígena. Hoy, no hay un solo mexicano que pueda presumir de “pureza étnica”, y es peculiarmente ridículo que la persona con el estandarte del indigenismo mexicano, se apellide “Sheinbaum”.

Pero esto de la pureza étnica es un camino muy peligroso. Lo viví durante la guerra de los Balcanes, y me decían ellos que me envidiaban el pertenecer a un país en el que, sin distingo de religiones, razas y orígenes, todos éramos, antes que nada, mexicanos.

Esto me lo comentó el líder del partido en el poder, el de Slobodan Milosevic, quien una vez vino a México con un grupo de teatro juvenil, y quien estuvo presente en una ceremonia del grito, en los 90s.

Hoy, el clima de enfrentamiento y división estimulado desde Palacio Nacional pone en peligro nuestra identidad y nuestro patriotismo. Hay que leer la verdadera historia, aunque cuesta más trabajo, y no dejarse engañar.

¡Hasta el lunes, Bahía y Vallarta!

(*) Periodista, comunicador y líder de opinión con casi 50 años de experiencia profesional.