Los toros 

OPINIÓN

Por Jorge Berry (*) - m.jorge.berry@gmail.com

Tendría unos ocho o nueve años, cuando una hermana de mi abuela Matilde, la tía Eva, me llevó por primera vez a una corrida de toros. Tomamos el trolebús que recorría la Diagonal San Antonio, en el corazón de la colonia Narvarte en CDMX, y nos depositaba en las inmediaciones de la Ciudad de los Deportes, sobre Avenida Insurgentes. De ahí, a pie hasta la Monumental Plaza de Toros México.

La tía Eva trabajaba como secretaria en la SCJN, y con su modesto sueldo le alcanzaba para llevarme a generales en la temporada grande, y a primer tendido en las novilladas. Sé, porque me lo contó después, que vi torear a Lorenzo Garza y al “Ciclón mexicano” Carlos Arruza. Ya tengo memoria de estar presente en el retiro del gran Fermín Rivera, y gritar “torero, torero” desde las alturas.

Cada viaje a la Plaza era una aventura para mí. Nunca faltaba el elote, el pambazo o el taco de chorizo con papas a la salida. Lo mismo me compraba la tía un estoque de madera, que un par de banderillas rasuradas o un capote y montera. Citaba a la familia a verme torear al “Bobis”, el perro de mis abuelos, quien dócilmente cooperaba ante mis esfuerzos taurinos.

Una de las más grandes decepciones infantiles que padecí vino a causa de una fiesta de disfraces que organizó mi mamá para celebrar mi 5º o 6º cumpleaños. Exigí que mi disfraz fuera de torero. Mi bisabuela, la mamá Elvira, fue la encargada de elaborar el disfraz. Solía pasar horas a su lado viéndola trabajar en la máquina de coser.

“¿Cómo va mi disfraz, mamá Elvira?” preguntaba yo cada tres minutos. Respondía, “Ay m’hijito, pues no sé. Todavía no sé de qué va salir esto, si de torero o de pirata.” Predeciblemente, fue de pirata, y me sentí traicionado. Lloré mucho.

Mi romance con la fiesta de toros renació a los 23 años, cuando empecé a trabajar en la televisión. Conocí y trabajé con el maestro Pepe Alameda, sin duda, y con perdón de Paco Malgesto, el mejor narrador de toros que ha habido en este país. Uno de mis primeros encargos como reportero de Jacobo Zabludovsky, fue cubrir el proceso por el que el maestro escultor Humberto Peraza grabó para siempre el rostro de Pepe Ortiz, el “Orfebre tapatío”. Fue la primera vez que vi un cadáver.

Conocí después al Dr. Rafael Herrerías, quien continúa siendo un gran y cercano amigo. En esos tiempos, Rafa era el mozo de estoques del maestro Manolo Martínez, y yo un incipiente reportero. A él recurría siempre que necesitaba boletos para ir a las corridas, y nunca me fallaba.

Manolo, Curro Rivera, Paco Camino, Manuel Benítez “el Cordobés”, Palomo Linares, Eloy Cavazos, y más recientemente, David Silveti, Enrique Ponce, Morante de la Puebla y tantos y tantos más que me han hecho vibrar y hasta llorar con su arte.

Un juez federal acaba de prohibir los espectáculos taurinos en la Plaza México. Esto no es inesperado. Desde hace años crece la defensa de los derechos de los animales. Lo entiendo. Mis propios hijos, a quienes llevé de niños muchas veces a los toros, y en quienes pretendí formar una afición, ya rechazan la fiesta.

Es la misma fiesta que produjo valiosísimas aportaciones a la cultura mundial. Es la fiesta que inspiró a Federico García Lorca, a Ernest Hemingway, a Benito Pérez Lugín, a Picasso, a Francisco de Goya, y a tantos otros artistas a crear belleza inmortal con sus interpretaciones.

Hay muchos argumentos para defender la fiesta de toros. Empecemos por esta: en pocos años, el toro de lidia quedará extinto. Es muy caro criar toros de lidia, y si el valor comercial desaparece, también desaparece la especie. El toro de lidia tiene una vida de privilegio en el campo, y su muerte, innegablemente dolorosa, es la culminación de ella.

Me pregunto por qué honramos tanto a nuestros muertos en tantas guerras absurdas, al mismo tiempo que nos indigna la fiesta brava.

Tampoco entiendo por qué no hay una indignación mundial contra el boxeo. Ahí mueren, después de todo, seres humanos.

Reconozco que es un cambio cultural inevitable. Pasó con los circos, cuyos animales fueron las víctimas finales del linchamiento. Y así pasará con los toros.

Sé que no hay vuelta atrás, aunque la empresa taurina de la Plaza México promete agotar recursos legales. También sé que recibiré una montaña de correos criticando mi postura, y acusándome de anticuado. Es posible. Pero el argumento se reduce a uno: poco a poco, las libertades en este país se están deteriorando. Ya prohibieron el vaping, y antes los circos. Ahora, prohíben los toros. ¿Cuánto tardarán en querer prohibirnos pensar?

Como diría el maestro Revueltas, pues eso.

¡Hasta el viernes, amigos de Bahía y Vallarta!

(*) Periodista, comunicador y líder de opinión con casi 50 años de experiencia profesional.