OPINIÓN

Por Jorge Berry (*) – m.jorge.berry@gmail.com

Creo que los años lo vuelven a uno nostálgico. Ahora que empieza Semana Santa, se agolpan recuerdos en mi mente. Como buen chilango, las vacaciones de mi infancia, cuando llegaba la Semana Mayor, consistían en empacar a toda la familia, abuelos, tíos, primos, hermanos, y uno que otro colado, atiborrar de gente dos o tres coches, dependiendo de los asistentes, y emprenderla desde el miércoles hacia Acapulco.

No había entonces autopista del Sol, así que el viaje duraba entre 6 y 8 horas. Tiempos en los que los autos no tenían aire acondicionado, así que se imaginarán que llegando a Cuernavaca el calor se volvía factor. Más, tomando en cuenta que en el convoy parecíamos sardinas.

Los niños empezábamos a preguntar, con creciente insistencia, cuánto faltaba para llegar. Siempre era mucho, así que mi abuela Matilde ofreció una recompensa al primero que viera el mar. Eso nos callaba, y nos hacía concentrarnos, unos arriba de los otros, para no perder de vista la ventanilla. Iba, por supuesto, abierta, como todas las demás ventanas de todos los coches, porque a medida que nos adentrábamos en el estado de Guerrero, el calor apretaba.

Llegábamos a Acapulco a un hotel llamado “Los Pingüinos”. Estaba bastante lejos de la costera, y presumía tener televisión en los cuartos. Todavía era en blanco y negro, pero nadie, excepto un par de primas, veía la tele en Acapulco. Los que teníamos 12 o 13 años, nos dormíamos con el traje de baño puesto para tirarnos a la alberca, que estaba rodeada por el estacionamiento del hotel. Nadábamos desde las 7 am que abría la alberca, en medio de los olores a gasolina y demás gases tóxicos. Nadie se preocupaba, ni en México ni en el mundo, por el tema ambiental.

Por ahí de las 11 am, los adultos cedían a la presión, y emprendíamos la peregrinación playera. La Condesa y Hornos, tenían un oleaje más intenso, que temían los mayores que pudiera llevarse a un chamaco. Así que teníamos que resignarnos con Hornitos o Caleta. Éramos muy felices.

En la tarde, era obligado ir a ver la puesta del sol a Pie de la Cuesta, y de allí, los primos grandes se iban al frontón, y luego a lugares playeros con música en vivo, donde se desarrollaba la milenaria danza de “ligar”. A esas alturas, todavía no me tocaba, pero años después, como cualquier jovencito puberto, participé de los ritos de la adolescencia. Pero en la infancia, hasta me entusiasmaba la visita tradicional de nuestra caravana a ver los clavados desde La Quebrada.

Todo mundo sabía que Johnny Weismuller, el Tarzán original y medallista olímpico, pasaba grandes temporadas en Acapulco. Poco después, Liz Taylor y Richard Burton harían lo mismo en Vallarta. Pero el debate de entonces era que, si Weismuller se las daba de Tarzán, habría que invitarlo a tirarse un clavado en La Quebrada.

Hoy, me parece absurdo, pero entonces, nada me hubiera gustado más que ver a Tarzán volando desde La Quebrada. Está fresca en mi memoria la triple cartelera en el cine Moderno a la que me llevó el tío Héctor, hermano de mi abuela. Proyectaron “Tarzán”, “El rey de la selva” y “Tarzán y su hijo”. Me enloqueció ver la escena donde Jane, la compañera de Tarzán, protagonizada por Maureen O’Sullivan, nada en el río con el busto al descubierto. Eran tiempos de Uruchurtu como regente de CDMX, y un férreo conservador, por lo que no me explico cómo se anunciaba la película para “niños y adultos”.

Era, por supuesto, otro México, otro Acapulco y otro Vallarta. Un México más gentil, menos enfrentado, más respetuoso de los demás. Una ciudad de México en donde todavía se podía respirar, caminar de noche en las calles sin temor a ser asaltado, o peor, donde los teatros abrían de martes a domingo, porque la gente asistía segura; una ciudad más amable, donde el día del policía los ciudadanos los buscaban para darles su regalo. Lo mismo en Acapulco. Sí, estará a máxima capacidad en esta Semana Santa, pero los vacacionistas se la pasarán con el Jesús en la boca, y no solo por recordar la pasión de Cristo.

Tenemos, aquí en Bahía de Banderas, el privilegio de no padecer problemas similares. Juntos, ciudadanos y autoridades, debemos cooperar por mantenernos así.

Llegará, a partir de hoy, un gran número de visitantes. Son el motor de la economía. Hay que poner especial atención en ofrecer hospitalidad, paz y diversión a quienes vienen a disfrutar de nuestra zona. No olvidemos que de ellos dependemos.

Por la Semana Santa, esta columna no aparecerá el próximo Viernes Santo, y reanudamos el próximo lunes 18.

¡Hasta entonces, amigos de Vallarta y Bahía!

(*) Periodista, comunicador y líder de opinión con casi 50 años de experiencia profesional.

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