OPINION

Por Jorge Berry (*) – m.jorge.berry@gmail.com

Dos veces en mi vida he hecho entrevistas en las que me he sentido físicamente intimidado. Me dieron miedo, pues. La primera fue con el ex campeón mundial de peso completo, Mike Tyson. Y eso que todavía no había mostrado su tendencia canibalística: fue antes de que le arrancara parte de la oreja a un rival con una mordida.

La segunda fue con Vladimir Putin, recién ascendido al poder en Rusia. Putin tenía programada una visita de Estado a México en el invierno de 2002, y le interesaba difundir su imagen antes de la llegada, a invitación del entonces presidente, Vicente Fox. La embajada de Rusia en México llamó a Televisa, ofreciendo la entrevista, y “sugiriendo” que lo entrevistara yo. De inmediato respondimos que sí.

Llegamos a Moscú en el verano de 2002. Me acompañó, como en varios otros viajes, mi inolvidable “Cume” Jorge Pliego en la cámara. En el hotel que reservó para nosotros el Kremlin, encontramos un mensaje para estar listos a las 5 de la tarde del día siguiente, cuando pasarían por nosotros para conducirnos al lugar de la entrevista. Así fue.

A las 5:30 entramos al Kremlin, nos llevaron por elegantes y lujosos pasillos hasta un salón donde debíamos instalarnos.

A las 6:00 pm, hora de la cita, todo estaba listo. Nuestras cámaras, las cámaras del Kremlin, que también grabarían la entrevista, se retrasaron un poco, pero por fin quedaron. Nos dijeron que el presidente Vladimir Putin estaría con nosotros en unos momentos.

Nos sentamos a esperar. Y a esperar, y a seguir esperando. Llegó un momento, pasadas las 8 de la noche, en el que pedí un baño. Llegó por mí un oficial del Ejército Rojo, me llevó al baño, y se quedó en la puerta hasta que salí. Todo estaba poderosamente iluminado. El oficial me permitió asomarme a dos o tres salones que estaban en el camino, y quedé deslumbrado por el lujo y la belleza del lugar. Me acordé recientemente de esos salones, cuando oí al presidente de México Andrés Manuel López Obrador decir que vivía en un palacio, pero de manera humilde. Es como decir, “tengo un Ferrari, pero lo manejo despacio”. Sí, cómo no.

Después de una espera de más de cinco horas, por fin apareció Putin a eso de las once de la noche. Venía impecablemente vestido, con un traje negro, corbata azul. No es un hombre alto, aunque desde entonces se notaba que le ponía atención a su condición física. Siempre lo ha hecho. Son famosas sus fotos montando a caballo sin camisa, y enseñando músculo.

Cuando cayó el muro de Berlín en 1989, Vladimir Putin era un funcionario menor de la KGB, el equivalente soviético de la CIA. Estaba asignado a la oficina de Berlín, y en la emergencia, encargado de quemar todos los documentos de su oficina. Lo hizo, pero sintiendo enorme indignación y coraje por lo que percibió como debilidad del Estado, que estaba en proceso de descomposición.

Al poco tiempo, la Unión Soviética de Repúblicas Socialistas dejó de existir, se independizaron los estados bálticos, lo mismo que otros hasta entonces provincias, incluyendo, desde luego, a Ucrania. Eso no le gustó a Putin.

Putin regresó a San Petersburgo, donde se convirtió en el brazo de derecho de un político que venía en ascenso, de nombre Boris Yeltsin. Yeltsin sucedió a Mikhail Gorbachev al frente del gobierno de Rusia, con el encargo de completar la democratización del país. Su afición al alcohol y su pobre salud se lo impidieron, además de que, a estas alturas, los oligarcas ya habían amasado fortunas y el control de buena parte de la industria.

Yeltsin le encargó las cosas a su amigo y fiel colega Vladimir Putin, quien prometió y cumplió cuidarle las espaldas a su ex jefe. Pero como buen espía salido de la KGB, no le bastó el poder. Necesitaba el control para poder realizar su sueño, que era la restauración de Rusia como imperio. En el proceso, y puesto que maneja toda la corrupción de Estado, se convirtió, según muchos, en el hombre más rico del mundo, rodeado de unos cuantos oligarcas cercanos. Al resto, los expulsó o encarceló.

Vladimir Putin rara vez mira a los ojos. Mantiene la vista baja, como calculando. Pero su presencia emana peligro. De ese que se siente en las entrañas. De ese que provoca la necesidad de salir corriendo, no de luchar. Porque cuando por fin vuelve la mirada a otra persona, esa mirada mata. Revela lo desalmado y frío de una personalidad fabricada por un Estado totalitario, con absoluto desapego al respeto por el prójimo.

Al filo de la medianoche, salimos del Kremlin, cargando con todo el equipo y con el consejo de “tomen un taxi”. Después de la entrevista, ese fue el acto final de intimidación. Nos costó, pero llegamos.

¡Hasta el viernes, amigos de Bahía y Vallarta!

(*) Periodista, comunicador y líder de opinión con casi 50 años de experiencia profesional.

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