Por Jorge Bátiz Orozco

El tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan, y con todo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir Miguel de Cervantes Saavedra

La estoy pasando muy mal…

¿Quién dijo eso?, No sé si la frase vino de dentro de mí, ¿será mi estómago el que se queja, o algún otro órgano de los que ya están un tanto dañados por el desgaste de los años, esos que me cayeron encima como un alud que desgajó el cerro de la vida, de mi vida?

El estómago, y mis órganos, todos, tienen vida propia, no gobierno sobre ellos, pero tampoco ellos me logran dominar, cada quien hace lo que se le viene en gana.

Deambular por este mundo sin fuerzas para luchar está reñido con la esperanza y con el deseo de seguir adelante.

Veo pasar los días y voy cortando las hojas del calendario de mi existencia que se queda cada día más flaco, tanto que ya alcanzo a ver la hoja del día final pegada al cartón que se convertirá en el estuche en el que descansaré para despedirme de mis hijos, amigos y familiares.

Me tomó la vejez por asalto, lo que nunca creí que me fuera a suceder a mí; pero heme aquí, rodando por las calles con más de cincuenta años a cuestas.

¿Habré cumplido con mi cometido? ¿Tenía un cometido que cumplir?

¿Fracasé o triunfé en la vida?

No pensaré más en eso, que sean quienes se queden los que decidan al respecto.

¿Cuánto tiempo quedará en mi calendario de vida?

Debería saberse para así no malgastar el tiempo en fruslerías, en banalidades.

De un tiempo a la fecha vivo cada día como si fuera el último, me despido todos los días de mis hijos, ya redacté mi testamento para en el momento en el que se me cierren los ojos para siempre, sepan mis hijos qué hacer con lo que quedó de mí; con el inventario de la librería que tengo, única posesión que me queda, además de la pensión que deberá recaer y ser repartida entre los tres, aunque sea una miseria; sobre mis huesos ya saben perfectamente qué hacer, me habrán de cremar y después meter en tres libros huecos las cenizas repartidas para depositarlos en uno de sus libreros, para que sepan que ahí sigue su padre vivo.

Así es como quiero seguir acompañando a mis hijos a lo largo de su vida, convertido en recuerdos, porque de esta manera podré quedar a su lado por siempre.

¿Es usted el señor Jorge Bátiz?, preguntó una linda chiquilla sacudiéndome de las garras de mis elucubraciones.

A tus órdenes, ese soy yo.

Me puedo sentar un momento con usted.

Antes de contestar miré al fondo de mi vaso en donde quedaba sólo una mancha de café, quise sorberla más como una muestra de nerviosismo que otra cosa.

Mi corazón comenzó a correr por la carretera que va de un extremo a otro de mi cuerpo, entre las avenidas sístoles y diástoles, mientras yo trataba de tranquilizarlo para saber qué se proponía esta hermosa joven que con mucho esfuerzo superaba la mayoría de edad.

Aunque hace mucho que dejé de soñar con tener una mujer joven entre mis brazos, el sólo respirar su aroma me hizo sentir muy cercano a la gloria.

Di cuatro sorbos seguidos a lo que pretendía era mi café antes de preguntar a la muchachita cuáles eran sus intenciones conmigo.

Mi nerviosismo arrancó de la línea de salida en una carrera parejera con mi timidez.

La joven, impulsada con ambos brazos, acercó su silla más de la cuenta hasta donde yo estaba, y tras rosar mis rodillas con sus piernas, me encaró dejándome ver unas sensuales pecas distribuidas en una cara angelical.

Ya rebasando la frontera de la coquetería, me susurró al oído lo siguiente:

“Tengo noticias sobre tu compadre Tobirio”.

Tras mencionar el nombre de mi compadre, y tutearme además en otro obús de coquetería que me lanzaba sin tener piedad de mí, tomó distancia permitiendo que el aire acudiera en mi ayuda y mi respiración retomara su ritmo normal paulatinamente.

Una vez que logré estabilizar mis emociones, le solté una ráfaga de preguntas, ¿en dónde está mi compadre?, ¿qué ha sido de él?, ¿ya salió de la cárcel?, ¿se encuentra bien de salud?

La joven me tomó de las manos y me puso a temblar nuevamente, él está mal, ha sufrido mucho en los últimos meses, no se encuentra bien de salud y lo que es peor, ha perdido las ganas de vivir.

¿Tú eres familiar de él?, le pregunté no obstante que mi compadre me aclaró una y otra vez que no tenía a nadie en el mundo y que su misión era ayudar a la gente necesitada de orientación.

No, yo trabajo en el hospital psiquiátrico de Zapopan, ¿lo conoce, se llama San Juan de Dios?

Sí, pero… ¿qué hace mi compadre ahí?, él estaba en el penal, cumpliendo una misión que se aunó a la pena que estaba pagando por aquel robo que cometió en el camión en donde despojó a los pasajeros de sus celulares.

Yo no estoy autorizada para darle ningún tipo de información, sólo vine a hablar con usted para que me acompañe a verlo, para que hable con él y trate de ayudarlo a recuperar sus ganas de vivir.

Me soltó de las manos y se recargó en el respaldo de la silla, inhaló y exhaló tanto aire que un huracán casi me tira hacia atrás por el impulso y la fuerza con que soltó toda la tensión y preocupación que la embargaba.

Estaba claro que se había encariñado con mi compadre Tobirio.

Lo que no sabía es cómo me había relacionado con él, y cómo me había encontrado.

Evité perder tiempo en pesquisas y dejé que el río de la realidad fluyera.

La hermosa joven me tomó de la mano y me llevó dos cuadras arriba hasta encontrarnos su auto, el que abordamos para salir rumbo a donde se encontraba mi compadre Tobirio.

En el camino quiso saber sobre la relación que me unía a Tobirio, y aun cuando fui muy parco, le quedó en claro que éramos muy buenos amigos.

El viaje que duró no más de 15 minutos me pareció eterno, debido a los nervios que me atosigaban tanto por estar viendo las hermosas piernas que asomaban por debajo del vestido de la joven como por el temor de ver a mi compadre en malas condiciones.

Bajamos del auto y nos internamos en la clínica, la chica iba saludando a todo el personal con familiaridad mientras que yo movía la cabeza como señal de saludo.

Salimos a un jardín en donde vi a la distancia a un viejecito sentado en una silla de ruedas.

Me negué a creer que se trataba de mi compadre Tobirio pero la joven, de la que hasta ese momento supe su nombre, se llamaba Noemí, me dijo, trate de ser breve, se encuentra muy cansado.

Me acerqué sigilosamente y toqué su hombro, que no era más que un hueso a punto de desmoronarse y convertirse en polvo, -compadre, cómo está, le pregunté al momento que me caía un rayo en la cabeza sacudiéndome y mostrándome lo absurda que había sido mi pregunta.

Giró levemente, me observó con unos ojos tristes, casi cerrados y esbozó lo que traduje como una sonrisa.

La joven me pegó un beso en la mejilla y me dijo que me dejaría a solas con él unos minutos y regresaría para llevarme al lugar de donde me había levantado.

Apenas se hizo humo Noemí, Tobirio me hizo la seña de que lo siguiera, echó a andar suss dos ruedas con zapatos, hasta llegar a un lugar en donde había un par de bancas de fierro indicándome que tomara la que quisiera.

Compadre, me da gusto verlo, quiero despedirme de usted, ya estoy muy cansado y el mundo no me necesita más.

No hable así compadre, le respondí tratando de desanudar mi garganta que amenazaba con soltar sollozos cargados de lágrimas.

No creo que tenga ningún sentido seguir luchando compadre, me dijo levantando un poco más la voz, lo que agradeció vehemente mi sordera.

He hecho todo lo que ha estado de mi parte y siento que no ha valido la pena, ahora entiendo por qué, usted, en sus peores depresiones me decía que no tenía sentido nada.

Pero compadre, le respondí con mucho entusiasmo, dándole lo que se podría denominar como un abrazo.

Usted ha sido importante para mucha gente, nos ha dado esperanzas, nos ha despertado las ilusiones a muchos de los que tenemos el honor de conocerlo, y yo a nombre mío y de todos aquellos que nos hemos cruzado en su camino le pido que siga en pie de lucha, que se levante y ande, que viva para mostrarnos el camino.

No pude articular ni una palabra más porque ya mis emociones se habían desbordado y estaba a punto de soltar el llanto.

Ver a mi compadre en esas condiciones me había puesto muy mal.

Pasaron algunos minutos en los que el silencio se apoderó de la conversación, hasta que me dijo Tobirio, “compadre, me dieron el tiro de gracia en el penal, cuando yo creí que iba por un buen camino mi proyecto de recuperar a todas esas almas extraviadas, me hicieron pedazos, perdí, no la batalla, sino la guerra.

Dicho esto, Tobirio hizo un ademán y solicitó ayuda a una enfermera, a quien pidió que se lo llevara a su cuarto, porque tenía mucho sueño y quería descansar.

La mujer de blanco tomó la silla y la condujo, con el costal de huesos en que estaba convertido mi compadre a bordo, a su dormitorio, yo me quedé en silencio, sin saber qué pensar, sin saber qué hacer. ¿Cómo ayudarle a mi compadre?, pensé incluso en fingir demencia con el fin de que me internen junto a él, pero suspendí mi razonamiento rápidamente por no parecer una buena idea.

Dejé que corrieran algunos minutos y busqué la puerta de salida, y salí sin saber a dónde ir, sin saber qué hacer ni que pensar, sin recordar que Noemí se iba a encargar de depositarme en el café del que me había arrancado, sin saber cuál es el sentido de todo lo que sucede en nuestro entorno, en este mundo, sin querer saber ya nada de nada.

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