OPINIÓN

Por Jorge Berry (*) – m.jorge.berry@gmail.com

No es frecuente, aunque si irremediable, sentirnos a merced de la fuerzas de la naturaleza. Es, además, perfectamente lógico, que nuestros antepasados hayan creado gran parte de las creencias religiosas que aún existen, en torno a los fenómenos naturales, siempre impredecibles y a veces, fulminantes.

Imagine, querido lector, a los homo sapiens en su largo peregrinar para poblar el planeta. Enfrentaban condiciones climatológicas mucho más severas que las de hoy, y supieron sobrevivir. Cuando llegaron a lo que hoy es América, lo hicieron caminando por el estrecho de Bering que permanecía congelado, dado que se vivían los últimos años de la más reciente glaciación, con los hielos cubriendo la superficie terrestre hasta lo que hoy es Chicago. Y sobrevivimos.

Al mismo tiempo, en África, entre el ecuador y el trópico de cáncer, el calor, en algunas épocas del año, era intenso, opresivo e interminable. Y también ahí sobrevivimos.

Somos, pues, una de las especies mejor equipadas para adaptarnos a las diferentes condiciones de cada región. Ese es el origen de las distintas características físicas que se presentan en los hombres, de acuerdo a la manera de adaptarse a su medioambiente, incluyendo la pigmentación de la piel o la textura del cabello.

Es decir, aguantamos todo, como las ratas y cucarachas. Frío, calor, temblores, ciclones, inundaciones, tornados, volcanes en erupción. Si no hay una guerra nuclear o una colisión con un cuerpo celeste de buen tamaño, tenemos para rato, siempre y cuando no acabemos con el planeta nosotros mismos.

Esto, claro, no resuelve los problemas individuales. Así como una cucaracha está expuesta a un pisotón, o a una descarga de DDT, nosotros lo estamos a un temblor o una inundación, y tenemos, por desgracia, la tendencia a no prevenirnos adecuadamente. No es por falta de voluntad.

Según estudios neurológicos consultados, hay una región en el cerebro encargada de inhibir la percepción de riesgo. Es decir, estamos programados para estar convencidos de que nunca nos dará cáncer, de que manejar a alta velocidad no es peligroso o de que nunca seremos víctimas de una inundación o un accidente.

Ese mecanismo mental es el que permite que, a pesar de que todos recordamos el horror del terremoto de 1985, ahí siguen viviendo millones, con la seguridad de que si vuelve a temblar, están preparados y no pasará nada. Sin esa característica cerebral, la Ciudad de México sería una ciudad fantasma.

Aquí en Vallarta, me parece que recientemente hemos pasado una temporada particularmente agradable. El sol luce esplendoroso casi todos los días; la temperatura no es ni muy alta, ni muy baja, en los 20’s bajos, justo lo que se requiere para estar a gusto al aire libre; la humedad todavía no se nos pega en la piel y nos hace sudar; no ha llegado la temporada de lluvias o huracanes, de vientos que hacen mecer a las palmeras, y todas sus consecuencias, incluyendo posibles inundaciones; los patos siguen de visita en todos los lagos, inclusive en los de los campos de golf, aún con el riesgo de recibir un bolazo en la cabeza; y los extranjeros enamorados de nuestra tierra, pasean encantados por todos lados, derramando ingresos para todos.

Sin embargo, no por eso podemos dormirnos en nuestros laureles. Todos los días escuchamos de desastres naturales en distintas partes del mundo. Heladas y fríos récord en el hemisferio norte, calores insoportables e incendios en el sur del planeta; y, en estos últimos días, temblores devastadores en Turquía y Siria, que apagaron miles de vidas. Nadie está exento de las fuerzas de la naturaleza, y menos en estas épocas de cambios climáticos casi impredecibles.

Es un hecho que más vale prevenir, que lamentar. En nuestra zona, en Veracruz, Tabasco y otras regiones, que se inundan prácticamente todos los años, hay secretarías enteras dedicadas a predecir las condiciones climatológicas y estar así listos para intervenir con ayuda de emergencia y evitar daños mayores, como hambre, infecciones y otras. Y, créanme, esas medidas funcionan. Claro, siempre hay víctimas, pero su número es considerablemente menor a lo que sería sin estas acciones preventivas.

Como reportero, he cubierto inundaciones, particularmente en Veracruz. La actitud de los pobladores es a veces, desesperante. Recuerdo a una familia, que llevaba dos noches durmiendo a la intemperie en la azotea de su casa, porque el agua subió más de dos metros. Me contaron que era la tercera vez que les pasaba, pero la primera que llegaba un helicóptero a sacarlos. “¿Por qué siguen aquí? ¿Por qué no se mudan?”, les pregunté. “Porque es nuestra tierra, y de aquí no nos vamos”.

Los hombres primitivos de los que le contaba al principio de este relato, eran nómadas, y cambiaban fácilmente de residencia, pero ese es otro signo de adaptación. Ya hemos evolucionado, y nos hemos convertido en animales territoriales. Es complicado movernos. Y, total, ya hay helicópteros que nos salvan en caso de emergencia.

“The more mankind changes, the more it remains the same” (Entre más cambia la humanidad, más permanence igual).

¡Hasta el lunes, amigos de Bahía y Vallarta!

(*) Periodista, comunicador y líder de opinión con casi 50 años de experiencia profesional.

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