Suculencias 

OPINIÓN

Por Jorge Berry (*) - m.jorge.berry@gmail.com

Mi abuela materna, de nombre Matilde y rebautizada “Maque” por su primer nieto (o sea, yo), incapaz de pronunciar “Mati”, venía de una familia tradicional mexicana de finales del siglo XIX, originaria de Linares, Nuevo León. Eran cuatro mujeres y dos hombres, aunque uno de ellos murió joven en un accidente, y no lo conocí. Las cuatro, como se usaba entonces, hacían magia en la cocina, y sus platillos predilectos están íntimamente ligados a su recuerdo en mi mente.

La tía Josefina (tía Chepina), cuando invitaba a alguna fiesta familiar, hacía tamales de Monterrey (así les llamaba) rellenos de carne de cerdo, delgaditos, y con una consistencia más sólida que los tamales esponjados tradicionales, y aún ahora, recuerdo su delicioso sabor. La tía Elvira (tía Nenita) también se especializaba en tamales, pero de Chiapas, de donde era su esposo, y que servía en hoja de plátano, con su ciruela adentro, y los hacía de mole y de salsa verde. La tía Eva, “head chef” en casa de mi abuela (nunca casó), cocinaba unos frijoles con huevo, unas migas (de tortilla) con jitomate y lo que llamaba “tortillas con manteca y sal,” que pondrían los pelos de punta a cualquier cardiólogo moderno, pero que eran una delicia. Y mi abuela, cuyo pollo navideño, bañado en una salsa hecha con base en crema, jamón y queso amarillo, aún se sirve en Nochebuena en nuestro festejo familiar, y es el manjar preferido de mis hijos.

El tío Héctor no hacía nada (literalmente), pero se comía todo. Su especialidad era la triple función en el cine “Moderno” de la colonia Narvarte (matiné, moda y noche) con las tres películas de Johnny Weismuller, “Tarzán, el hombre mono,” “Tarzán y Jane”, cuyo atractivo era que Maureen O’Sullivan salía nadando como dos segundos con los pechos descubiertos, y, finalmente, “Tarzán y su hijo”.

Alguna vez lo acompañé a esta maratón, y me tuvo que llevar de regreso cargando y dormido hasta la casa, donde esa noche salieron de mi cuarto extraños gritos selváticos.

Pero de vuelta al tema. Las cuatro hermanas cocinaban con manteca que sacaban del “unto” de cerdo (no sé bien a bien lo que es eso, pero recuerdo perfectamente los chicharroncitos que quedaban después de sacar la manteca) tal y como las enseñó su madre, mi bisabuela, Mamá Elvira. Cuando usaban aceite para freír, era del de a de veras, no como estos nuevos aceites que se aplican como aerosol. Creo que nunca vieron un paquete de tortillas del súper.

Compraban masa o harina, y hacían las tortillas desde cero, para luego cocerlas en el comal hasta que se inflaban. Con frecuencia había chorizo del tío Felipe, un peculiar hermano de mi bisabuela que se dedicaba a hacer chorizo, (inigualable) venderlo y mantener así un auténtico zoológico en su casa, con todo y víboras, por lo que, precavido desde niño, siempre que había que ir por el chorizo, argumentaba grandes cantidades de tarea. De nada servía. De todas formas me llevaban resignado a morir por la picadura de alguna culebra, como les decía mi abuela.

¿A qué viene todo esto? Mi abuela y sus hermanos crecieron con esta comida, y la consumieron toda la vida. Mi Maque murió a los 65 años, y en ese entonces nunca supieron bien a bien de qué, pero todos los demás rebasaron los 80, sin diabetes y bien del corazón. Ninguno era gordo. No soy nutriólogo, pero me imagino que una dieta así, en estos tiempos de campañas anti-obesidad, sería un escándalo nacional. El café se tomaba con azúcar, no con Splenda. Había Coca-Cola, no Coca-Zero. Churros con chocolate, capirotada, ate con queso, pan de dulce, (conchas, campechanas, trenzas y muchos más) medias noches con jamón y queso amarillo, jocoque casero con frijoles y aguacate, y agregue todas las recetas de Laura Esquivel en “Como agua para chocolate.” No éramos un pueblo ni gordo, y mucho menos obeso. ¿Qué pasó?

Genéticamente, vengo de ahí, y desde los 30 años libro una batalla contra el sobrepeso que, quien me ha visto recientemente, sabe que voy perdiendo por paliza. Todas las bebidas que tomo son dietéticas, todo lo endulzo con Splenda, y nada, sigo rodando. A lo mejor son las McDonald’s y el Kentucky.

Mi arribo a Vallarta me ha devuelto algo de esa comida tradicional. Iris Arce, la jefa de la cocina en nuestra actual morada, hace tortillas a mano y, de vez en cuando, cocina con manteca. Su compañera, Griselda Herrera, hace unos frijoles refritos tan buenos como los de mi abuela. La verdad, y a estas alturas del partido, ya lograron mi rendición. Me conformo con ya no subir más, pero me rehuso a dejar de disfrutar la magia de nuestra cocina mexicana en general, y vallartense en particular. ¡Provecho!

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Hace dos días, el sábado, esta columna cumplió su primer año en las páginas de “Vallarta Opina”. Quiero agradecer a Sofía Reyes, directora del periódico, a Arturo Ibarra, director comercial, y desde luego a Don Luis Reyes Brambila (QEPD) fundador de este medio único en la zona, por su apoyo, así como a todo el personal que hace posible la publicación diaria de “Vallarta Opina”. También agradezco a los patrocinadores que se han interesado en colocar su publicidad, primero Paradise Village, y ahora Cirrus Aerotron y Opequimar. Pero sobre todo, quiero agradecer a Uds., amigos lectores, por interesarse en mis cavilaciones, no siempre coherentes, pero sí sinceras. ¡Gracias!

¡Hasta el viernes, amigos de Bahía y Vallarta!

(*) Periodista, comunicador y líder de opinión con casi 50 años de experiencia profesional.