Por Brasil Acosta Peña (*)

Dulce María Peláez Carmona cerró sorpresivamente sus ojos el pasado nueve de julio. Escribí sorpresivamente porque el parte médico indicaba una condición mejor. El caso es que su corazón dejó de latir y su cerebro de pensar. Su padre recordó una frase popular con relación a la muerte: “cuando no te toca, aunque te pongas y cuando te toca, aunque te quites”.

Una gran pena embarga a los antorchistas del país por la pérdida de la camarada Dulce. No estaba frente a los reflectores políticos de la organización; su trabajo era poco conocido y más bien parecía gris. Asistía constantemente a reuniones con una computadora o detrás de un escritorio atendía a dirigentes y compañeros; también realizaba tareas de campo; pero todo ello, repito, fuera de los reflectores. Sin embargo, el papel de cada antorchista, por insignificante que parezca, es fundamental para la revolución que estamos construyendo y el que hacía la camarada Dulce era esencial para la labor administrativa de nuestra organización.

La compañera Dulce nació el 28 de septiembre de 1969 en la comunidad oaxaqueña de San Juan Cacahuatepec o Villa Juárez, población de poco más de cuatro mil habitantes, cuna del famoso cantautor chapinguero Álvaro Carrillo. Como se ve, Dulce fue originaria de una comunidad humilde de la frontera entre Guerrero y Oaxaca. Sus padres, Eustorgio Peláez Fuentes y Reina Carmona Javier, son personas trabajadoras, sencillas, agradecidas y que tienen el don de saber corresponder. Su padre comparó la diferencia que hay entre el dolor de una madre por la pérdida de un hijo y el dolor superior de un padre por la pérdida de una hija. Esta distinción refleja el gran cariño que le tenían a Dulce, y también la profundidad de los sentimientos de los seres nacidos del pueblo.

Sus padres, en vez de mantenerla en el seno familiar, le abrieron las puertas de su casa para que tendiera sus alas y estudiara una carrera universitaria, que concluyó con éxito. Fue en el estado de Colima donde entró en contacto con el Movimiento Antorchista Nacional (MAN) y por el que decidió entregarse de tiempo completo y con todas sus energías a la lucha revolucionaria. Fue una compañera solidaria, atenta y sumamente responsable; una trabajadora extraordinaria, competente y consecuente con la línea política y social del antorchismo.

Entregó su vida a la construcción de una organización de nuevo tipo que lucha para hacer de México una patria más justa y mejor. Fue hasta el último de sus días una antorchista en toda la extensión de la palabra. Poco a poco comprendió la línea de nuestra organización y, en un corto lapso, asumió importantes responsabilidades hasta ser parte de la dirección nacional de nuestro movimiento, una distinción que solo se alcanza con trabajo, esfuerzo, disposición y ejemplo, no con palancas, influencias o amiguismo.

Hace muchos años que conocí y trabajé con la compañera Dulce. Era claridosa, sincera, honesta, atenta, esforzada. Cuando se ofendía a nuestra organización o atacaban sus principios, salía enérgica a defenderla sin escatimar argumentos ni energías. Contundente y firme a la hora de tomar decisiones; sencilla y humilde a la hora de escuchar consejo para hacer mejor su trabajo.

Cuando salía de Tecomatlán hacia la Ciudad de México (CDMX), entre las cinco y seis de la mañana, la luz de la oficina de Dulce estaba prendida, entraba a saludarla y ella muy afable me correspondía. Con la misma cortesía atendía las llamadas por teléfono y si se hallaba ausente de inmediato las regresaba. Lo que estaba en sus manos decidir, lo resolvía luego; y si no lo estaba, lo consultaba para dar la respuesta solicitada. Dulce era crítica consciente de las políticas deficientes y retrógradas del actual gobierno morenista y jamás se dejó engañar, como muchos mexicanos que no han podido descubrir la navaja que hay dentro del pan que éste les ofrece.

Hoy sus restos yacen en el panteón de Tecomatlán, lugar que sus padres eligieron para que descansara, pues sabían que Dulce le tenía un gran aprecio a la cuna del Movimiento Antorchista, donde vivió muchos años y también porque fue una buena revolucionaria. Su desaparición me llevó a recordar este poema de Manuel Acuña:

La tumba es el final de la jornada,

porque en la tumba es donde queda muerta

la llama en nuestro espíritu encerrada.

Pero en esa mansión a cuya puerta

se extingue nuestro aliento, hay otro aliento

que de nuevo a la vida nos despierta.

Allí acaban la fuerza y el talento,

allí acaban los goces y los males

allí acaban la fe y el sentimiento.

Allí acaban los lazos terrenales,

y mezclados el sabio y el idiota

se hunden en la región de los iguales.

Pero allí donde el ánimo se agota

y perece la máquina, allí mismo

el ser que muere es otro ser que brota.

El poderoso y fecundante abismo

del antiguo organismo se apodera

y forma y hace de él otro organismo.

Abandona a la historia justiciera

un nombre sin cuidarse, indiferente,

de que ese nombre se eternice o muera.

Él recoge la masa únicamente,

y cambiando las formas y el objeto

se encarga de que viva eternamente.

La tumba solo guarda un esqueleto

mas la vida en su bóveda mortuoria

prosigue alimentándose en secreto.

Que al fin de esta existencia transitoria

a la que tanto nuestro afán se adhiere,

la materia, inmortal como la gloria,

cambia de formas; pero nunca muere.

Exacto: la materia es inmortal porque, como la gloria, cambia de formas, pero nunca muere. Es el caso de nuestra camarada Dulce: no morirá en el corazón de los revolucionarios, en el corazón del pueblo. Por ello debemos recordar a Dulce como la gran camarada que entregó su vida a la causa revolucionaria; y a nosotros nos toca tomar la estafeta de su lucha y su ejemplo para dar también la batalla revolucionaria y convertirnos en ejemplo.

(*) Integrante del Comité Ejecutivo Nacional del Movimiento Antorchista.

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