LA MIRADA INCÓMODA

“El ciberespacio es una idea metafórica que se supone que es el espacio en que se encuentra su conciencia cuando se está utilizando la tecnología informática a través de internet…”: Neil Postman.

Por Alfredo César Dachary – cesaralfredo552@gmail.com

No es casualidad comenzar esta columna con un pensador norteamericano, Neil Postman, sociólogo, comunicólogo y analista crítico de los medios, que fue discípulo de Marshall McLuhan, Director del Departamento de Cultura y Comunicación de la Universidad de Nueva York y profesor de Ecología de los Medios.

Uno de sus grandes aciertos para entender la actual sociedad fue el “descubrir” el efecto envolvente de la televisión, como instrumento de socialización monocorde, que trivializa, reduce, conduce al espectáculo, algo que fue planteado puntualmente por Guy Debord en 1967 en su clásico libro, “La sociedad del espectáculo”, que termina convirtiendo a la cultura en un gran espacio de negocio.

Por ello es que la televisión, hoy internet y sus redes han cambiado las formas de hacer política, homogeneizando lo político con el resto de los elementos del discurso ligero del medio, en una expresión más de la farándula, y esta mutación refunda los valores de la representación política, ya que el representante se adapta al medio y, más que debatir, fundamentar ideas y propuestas, trata de ‘quedar bien’, ser agradable, encontrar su hueco mediático.

Esto comenzó con la televisión, pero se potencializó con las redes sociales, ya que el propio medio no soporta más densidad en sus formatos narrativos, y con ello logra formar el perfil de un buen candidato, un buen político que se mide por sus valores de comunicación audiovisual: buena imagen, sonrisa, gestos o como sostiene en su libro Neil Postman “Divertirse hasta morir”. 

Por ello hoy no debemos asombrarnos ante la transformación y “vaciamiento” de la política que, como la televisión, se hace espectáculo, diversión, ello contribuye a la pasividad y esterilización cultural y social.

Los políticos de hoy los fabricamos todos con nuestro proceso colectivo de alienación en busca de un mundo mejor, pero para pocos, aunque el discurso amplio es la otra cara de la burla que tomó forma en la clásica publicación de Oxfam donde menos de 1,500 “milmillonarios controlan más del 60% de la riqueza generada” algo mayor a lo imaginado en muchas eras.

Porque caminamos hacia el confort, aunque el costo de sostenerlo sea cada día más elevado, y es que el mayor error de la cultura del entretenimiento, según Postman, consiste en el hecho de que produce vastas cantidades de información sin ofrecer ningún contexto para la comprensión, lo que provoca la inutilidad de dicha información.

Neil Postman dibuja una sociedad que camina, aceleradamente, hacia la estupidez colectiva, en un marco de libertades formales inútiles porque nadie las podrá ejercer, por desconocimiento, en un mundo universal donde grandes comunicadores -viejos actores, deportistas famosos, presentadores con glamour- serán los grandes escritores omnipotentes y omnipresentes. Esto acaba por provocar la inquietud en el lector, conduciendo sus reflexiones a datos tan significativos como el fenómeno de la existencia de una cantidad de información tal que, reforzada por el tratamiento de flash en todos los medios, acaba provocando un auténtico descontrol en el ciudadano.

Postman plantea que a mediados del siglo XIX se unieron dos ideas cuya convergencia proporcionó en la América del siglo XX una nueva metáfora del discurso público, y su asociación eliminó a la Era de la Disertación y sentó las bases para la Era del Mundo del Espectáculo.

La nueva idea era que el transporte y las comunicaciones podían separarse, ya que el espacio no constituía una traba insalvable para la transmisión de información, aunque los estadounidenses del siglo XIX estaban muy preocupados con el problema de «conquistar» el espacio.

A mediados de ese siglo, la frontera se extendía hasta el Océano Pacífico y un rudimentario sistema de ferrocarril iniciado alrededor de 1830 había comenzado a transportar personas y mercancías al otro lado del continente, pero hasta la década de 1840, la información sólo podía ir tan deprisa como la pudiera transportar un ser humano, tan deprisa como el tren en el que viajara, lo cual, para ser aún más exactos, significaba unos cincuenta y seis kilómetros por hora.

Ante semejante limitación, se retrasó el desarrollo del país como comunidad nacional. A mediados de 1840, Estados Unidos todavía era un conjunto de regiones, cada una de las cuales se desenvolvía a su manera, preocupándose de sus propios intereses, ya que aún no era posible un intercambio de todo el continente.

La solución a estas limitaciones la dio la identificación, producción y trasmisión de la electricidad, e inmediatamente descubrió una forma práctica de poner la electricidad al servicio de la comunicación, y al hacerlo eliminó para siempre el problema del espacio, Samuel Finley Breese Morse, el primer «hombre del espacio» verdadero de Estados Unidos, su telégrafo borró los límites de los Estados, las regiones experimentaron un colapso y, al envolver el continente en una red de información, creó la posibilidad de alcanzar un discurso nacional unificado.

El telégrafo produjo algo que Morse no anticipó cuando profetizó, que dicho descubrimiento haría de «la totalidad del país un vecindario», y destruyó la definición existente de información y, al hacerlo, brindó un nuevo significado al discurso público, y entre los pocos que comprendieron esta consecuencia estaba Henry David Thoreau.

Él comprendió que el telégrafo crearía su propia definición del discurso; que no sólo iba a permitir, sino también exigir, que se concretara una conversación entre Maine y Texas; y que requeriría que el contenido de esa conversación fuera diferente a lo que el Hombre Tipográfico estaba acostumbrado. El telégrafo convirtió la información en un producto de consumo, una «cosa» que se podía comprar o vender sin tener en cuenta sus usos o su significado.

Durante un tiempo, los problemas prácticos (en especial la escasez de líneas telegráficas) preservaron algo de la vieja definición de las noticias como definición funcional, pero los editores más previsores vieron rápidamente dónde estaba el futuro y comprometieron la totalidad de sus recursos para instalar un sistema telegráfico por todo el continente.

La famosa frase de Coleridge sobre “agua en todas partes y ni una gota para beber” puede servir como metáfora de un entorno de información descontextualizada: en un mar de información había poca que fuera de utilidad.

Un hombre en Maine y otro en Texas podían conversar, pero no sobre algo que ambos conocieran o les preocupara. Puede que el telégrafo transformara el país en «un vecindario», pero en un vecindario peculiar, poblado por gente que sólo conocía los hechos más superficiales de cada uno.

La mayoría de las noticias que recibimos diariamente son inertes, consisten en información que nos proporciona algo de lo que hablar, pero que no nos conduce a ninguna acción significativa. Este hecho es el legado principal del telégrafo: al generar en forma abundante información irrelevante, alteró dramáticamente lo que podríamos llamar la «relación información-acción».

En el mundo de la información creado por la telegrafía, este sentido de poderío se perdió, precisamente porque todo el mundo se convirtió en el contexto de las noticias, y todo se cambió en responsabilidad de todos. Por primera vez recibíamos información que respondía a preguntas que no habíamos hecho y que, en todo caso, no daba lugar al derecho de réplica.

La contribución del telégrafo al discurso público fue dignificar la irrelevancia y ampliar la impotencia, la telegrafía también hizo que el discurso público se volviera esencialmente incoherente.

Para Lewis Mumford se creó un mundo de tiempo y de atención truncados, donde la fuerza principal de la telegrafía era su capacidad de movilizar la información, no de reunirla, explicarla o analizarla. En ese sentido, la información era exactamente lo opuesto a la tipografía. Los libros, por ejemplo, constituían un excelente contenedor para la acumulación, el escrutinio sereno y el análisis organizado de la información y las ideas.

La fotografía también carece de una sintaxis, lo que la priva de la capacidad de discutir con el mundo, y como una porción «objetiva» del espacio-tiempo, la fotografía da testimonio de que alguien estaba allí o que algo ocurrió, este testimonio es poderoso, pero no emite opiniones del tipo de «debería haber sido» o «podría haber sido».

La fotografía es fundamentalmente un mundo de acontecimientos, no de discusiones sobre hechos o de conclusiones surgidas, ya que la fotografía en sí no hace proposiciones discutibles, ni comentarios extensos y concretos, y tampoco ofrece afirmaciones para ser refutadas, de manera que no es refutable.

No existe una consecuencia más perturbadora de la revolución electrónica y gráfica que ésta: que el mundo que nos presenta la televisión nos parece natural, no extraño, la pérdida del sentido de lo extraño es un signo de adaptación, y la extensión con que nos hemos adaptado es un indicio de hasta qué punto hemos sido cambiados.

La adaptación de nuestra cultura a la epistemología de la televisión está actualmente lejos de haberse completado, aunque ya hemos aceptado tan plenamente su definición de la verdad, del conocimiento y de la realidad, que la irrelevancia nos parece que está colmada de importancia y que la incoherencia es algo razonable.

Del telégrafo al teléfono y de la cámara fotográfica al celular, el proceso está consolidado y las selfies no son más que la expresión de lo simple, inmediato y vaciado de contenido que son nuestros aparentes “momentos sublimes”. De allí que no sea de extrañar el fin de la política y el ascenso del espectáculo, el circo y la entretención, como antesala para el hombre de mitad del XXI, el que quedará fuera del mundo de trabajo y, en gran parte, del consumo.

Nada es casual, los hechos del desarrollo y la modernidad no son ocasionales, son planteados por una sociedad que cada vez exige más, aunque recibe menos en términos de fondo, excepto el artificio del estatus social que generan falsamente las redes sociales, donde domina la audacia sobre la verdad, las fake news no fueron un error, fueron un ensayo hoy legitimado y asumido como mundo real.

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