OPINIÓN

Por Jorge Berry (*) – m.jorge.berry@gmail.com

Ayer fue Día del Padre y lo primero que quiero hacer es felicitar a todos los papás. Ojalá hayan podido pasarla bien con sus hijos. De los muy pocos negativos que resultaron de mi mudanza a estas tierras es la lejanía física con mis hijos, pero eso no me sorprende, ya que están grandes e independientes y no nos necesitan, tienen menos tiempo disponible para nosotros. Es normal, y comprensible. Ya tienen su vida propia, y las obligaciones paternales y maternales se acabaron.

Al mismo tiempo, empieza uno a recordar y evaluar si uno mismo fue buen hijo. Con mi padre, el teniente de la fuerza aérea de los Estados Unidos en la II Guerra Mundial, y luego licenciado en derecho por la UNAM, tuve una relación de claro-obscuros.

Tengo hermosos recuerdos de cuando era muy niño, y los sábados me llevaba con él a su despacho. Desayunábamos en el Sanborns de Los Azulejos, caminábamos tres cuadras hasta sus oficinas en Gante 4, 5º piso. Me dejaba sentarme en su escritorio a dibujar y sentirme importante, mientras se iba a otra parte de las oficinas a atender asuntos de sus clientes.

Mi padre nunca se hizo ciudadano mexicano, aun y cuando casó en México con mi mamá, cuya acta de nacimiento la identificaba como originaria del mero Xochimilco, aunque en realidad nació y creció en Los Álamos, que en los años 40s era una colonia de clase media en el entonces Distrito Federal. Y no lo hizo, porque a pesar de haber crecido en México, había nacido en Texas, y se sentía enormemente orgulloso de haberse enlistado en la FAEU, y haber participado activamente como piloto bombardero en la guerra. Creo que nunca supo la manera en que esa experiencia afectaría su vida futura, porque con el correr de los años, esos fantasmas de sus recuerdos empezaron a afectar su conducta.

Tuve la fortuna de ser el primogénito, y por ello, el consentido de mis padres y mis abuelos. Mis abuelos paternos eran una joya. Mi abuela Ma. Luisa, poblana, de padre español y madre inglesa, casó, y nunca me expliqué por qué, con un gabacho loco, originario de Oklahoma, y heredero de una familia multimillonaria, porque en sus tierras descubrieron petróleo. Pero eso a mi abuelo, de nombre Manville George Berry no le interesaba. Por cierto, ese es mi nombre de pila, y el que aparece en todos mis documentos oficiales.

El abuelo Berry, todavía muy joven, fue llamado por las autoridades militares a presentarse para servir en la I Guerra Mundial. Les dijo a sus padres que no lo haría. Lo desheredaron, y huyó a México, donde conoció a mi abuela. Trabajó en Tampico y otros desarrollos petroleros, hasta que le dio tuberculosis, y entonces se fue a vivir a El Paso, Texas, cuyo clima favorecía su recuperación. Ahí nació mi padre, y su hermano, el tío Jorge, quien perdió un brazo en la guerra.

Pero el abuelo Berry, ya sano, no quería saber nada de servicios militares obligatorios, y decidió volver a México. Se instaló en una enorme casa en la calle de Patricio Sáenz, en la colonia Del Valle, cuando la zona aún no estaba urbanizada. Por eso, mi padre creció en México.

Llegaron los años 40s, se produjo el bombardeo a Pearl Harbor, y mi padre, ya estudiante de derecho, se puso de acuerdo con sus tres hermanos varones, y sin decirle a mi abuelo, se fueron todos a Estados Unidos a enlistar.

El abuelo Berry, supongo por lo que contaba, enfureció. Alguna vez, de niño, le pregunté. Nunca dominó el castellano, pero se daba a entender. Tan es así, que durante décadas fue el principal vendedor de autos de la marca Chrysler. En su español entrecortado, me dijo, “Your father and his brothers are big pendehos!!!!”

Después de ver los efectos sicológicos de la experiencia de mi padre en la Guerra, creo que tenía razón.

Tengo recuerdos hermosos de mi padre, en mi infancia. Nunca dejaré de agradecerle que me enseñó a disfrutar de la lectura, que me dio una educación y que se haya asegurado de que mis hermanos y yo habláramos un inglés perfecto.

A partir de mi adolescencia, nuestra relación se deterioró. Nunca estuvo de acuerdo con mis decisiones de, primero, hacerme músico y, después, entrar a trabajar en la televisión. Y me lo hizo saber varias veces. Entiendo que estaba enfermo y no sé si fue el famoso PTSD o el alcoholismo lo que acabó con él.

En cualquier caso, fue mi padre, lo respeto, le agradezco tanto, y lo sigo queriendo.

¡Feliz día del padre, papá, donde quiera que estés!

¡Hasta el viernes, amigos de Bahía y Vallarta!

(*) Periodista, comunicador y líder de opinión con 50 años de experiencia profesional.

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