OPINIÓN

Por Jorge Berry (*) – m.jorge.berry@gmail.com

La prensa internacional la bautizó como “la mujer de los gorilas”. Dian Fossey dedicó su vida al estudio de los gorilas de montaña, y no exagero cuando digo que, por lo menos por ahora, salvó la existencia de la especie.

Fossey tuvo una infancia difícil, y se convirtió en una persona sumamente reservada. Por ello, el objeto de su amor fueron los animales. Incluso, empezó la carrera de veterinaria, pero no acabó. Le surgió entonces la oportunidad de hacer un viaje a África, y allá conoció al afamado paleontólogo Louis Leakey. Leakey le sembró la idea de hacer un largo estudio sobre el comportamiento de los gorilas de montaña, y prometió conseguirle fondos para ello.

Pasaron dos años, y finalmente aparecieron los fondos, y Fossey se dirigió de nuevo a África. Una vez allá, hubo que sortear las circunstancias de guerras civiles, hasta que encontró una vía para conseguir visa de trabajo en Rwanda, al pie de las montañas Virunga, donde había zonas con un hábitat favorable para los gorilas de montaña.

Fossey estableció un campamento, primero con tiendas de campaña, y más tarde con una cabaña que servía de vivienda y oficina, y comenzó sus largos años de estudio. La llamó el Centro de Investigación Karisoke.

Acompañada de guías que conocían el área, y que luego se convirtieron en sus empleados, Fossey se metió a la selva. Identificó por lo menos a tres grupos distintos de gorilas. Pero no la dejaban acercarse. Los jefes de familia en los gorilas son unos ejemplares gigantescos, que pesan varias toneladas y que se pueden volver agresivos (y letales) si sienten a su clan amenazado. Son los gorilas “espalda de plata” por su peculiar coloración.

Fossey entonces, desarrolló una novedosa técnica. Se acercaba poco a poco, y a la primera señal de rechazo, adoptaba una actitud sumisa, y se sentaba a comer la misma vegetación que los gorilas. Eventualmente, después de meses, los gorilas comenzaron a aceptarla. Supo que había logrado su cometido cuando dos bebés, atraídos por las lentes de sus cámaras, se le fueron encima, y mamá gorila no reaccionó.

Al correr de los días, un joven adulto, destinado a ser “espalda de plata”, también se aventuró a acercarse. Fossey notó que tenía el dedo de una mano torcido, producto de una lesión en el pasado. Lo bautizó como “Digit” (Dígito) y la relación entre ambos se volvió cercana. Los guías veían azorados cómo un gorila gigantesco trataba a Dian con una delicadeza casi humana, mientras le rascaba cuidadosamente el pelo.

Pero fuera de la selva, las cosas no eran tan fáciles. Nada la hacía enfurecer tanto como encontrarse trampas para atrapar animales en sus caminatas. Empezó una guerra sin cuartel contra los traficantes de animales, y peor aún, sus partes. Eran especialmente valiosas las cabezas de gorila como trofeos, y las manos de gorila como ceniceros. Por ello, la población se había reducido a unos 200 gorilas de montaña, cuando antes eran miles.

Fossey recibía alumnos de distintas universidades que se querían dedicar al estudio de los gorilas, y que se quedaban dos o tres años en la montaña. De inmediato, los entrenaba en tácticas para combatir a los traficantes. Utilizaba, incluso, la brujería para asustarlos.

Pero los traficantes no solo se dedicaban a los animales, sino también al oro, y Fossey empezó a afectar intereses muy fuertes. Empezó a tener problemas con las autoridades del parque y comenzaron los jaloneos por la renovación de su visa.

El colmo fue cuando llegaron sus guías despavoridos al campamento, y le informaron que Digit, su gorila predilecto, había sido víctima de los traficantes, y su cuerpo apareció sin cabeza ni manos, junto con otros dos del grupo.

A estas alturas, Fossey ya había completado su libro “Gorilas en la Niebla”, que fue un best seller mundial, y ya había firmado contrato para llevarlo a la pantalla. Esto, claro, después de haber recibido cámaras y periodistas de todo el mundo, lo cual significó un considerable aumento al turismo que llegaba a ver a estos maravillosos ejemplares. Nunca le gustó mucho a Fossey tener que llevar turistas, pero entendió que era la palanca para que el gobierno interviniera con fuerza para acabar con los traficantes. Hoy, la población de gorilas ha crecido de 200 a 800.

Pero esta historia no tiene un final feliz. En diciembre de 1985, ya con Karisoke convertido en un verdadero centro de investigación, uno de los pasantes que estudiaba allí visitó la cabaña de Dian Fossey, y la encontró muerta a machetazos. ¿Quién la mató? Nunca se sabrá. Las investigaciones fueron una farsa por parte de las autoridades de Rwanda, y declararon culpable a uno de sus más fieles colaboradores africanos.

La vida de Dian Fossey terminó a los 53 años de edad, pero su obra y su legado han permitido la permanencia de una especie condenada a la extinción. Hoy, descansa en una tumba africana en Karisoke, junto a su adorado Digit.

¡Hasta el viernes, amigos de Vallarta y Bahía!

(*) Periodista, comunicador y líder de opinión con 50 años de experiencia profesional.

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