Por Jorge Berry (*)

En la antigua Roma, al principio de la era cristiana, la crucifixión como castigo era relativamente común. Se aplicaba a todo tipo de delitos, como robo, asesinato, fraude. Nadie lo objetaba, así estaba establecido. Alrededor del año mil, en pleno feudalismo, el método predilecto de castigo era la horca, precedida de torturas, con aparatos diseñados para causar dolor. Ya para el renacimiento, los aparatos de tortura eran más sofisticados, se volvió más común quemar en vida a los infractores, como documenta claramente la Santa Inquisición.

En el nuevo mundo, los mexicas, un pueblo especialmente sanguinario, sacrificaba a miles de personas cada año, en la creencia de que agradaban a los Dioses. Pero bueno, hoy tenemos el privilegio de vivir una época histórica en la que la evolución cultural ya no permite esos excesos.

El ejemplo es relevante, porque en años recientes, y cada vez con más frecuencia, tendemos a juzgar actitudes y comportamientos del pasado con el rasero del presente. Eso nos hace no entender la historia, y no aprender de ella.

Nunca olvidaré en mis tiempos preparatorianos una lección de historia universal en la que el maestro, (por desgracia, no recuerdo su nombre) me enseñó el concepto de “relativismo cultural”. Brevemente, dice: “no se pueden juzgar las conductas humanas, sino es en el contexto temporal en el que se producen.”

El ejemplo que uso líneas arriba es, tal vez, radical, pero ilustrativo. En el mundo moderno, los castigos y las condenas a las que estaban sujetos los individuos del pasado, son considerados como salvajismo puro, tal vez, con razón. Pero en su momento histórico, eran normales. La gente sabía qué le esperaba si cometía tal o cual acción, dependiendo de su nivel social. Los nobles y los ricos difícilmente enfrentaban a la justicia, porque su posición les permitía salirse con la suya. Eso, ahora, no es tan distinto.

Hay, pues, que ponerse en los zapatos de sus contemporáneos, para hacer un juicio histórico válido.

Hoy, la generación de cristal, y su apego a la “corrección política”, juzga y condena el pasado que no se ajusta a sus criterios modernos, perdiendo de vista que la cultura, como cualquiera otra disciplina, evoluciona y cambia con el tiempo.

La gran diferencia es la velocidad. Hasta el siglo XVIII, los cambios culturales tomaban cientos, si no es que miles, de años en establecerse. En tiempos modernos, las generaciones se mezclan, porque los avances son vertiginosos. Veamos, por ejemplo, en la pintura. Los grandes maestros, hasta el siglo XVII, pintaban maravillas que hoy apreciamos en los museos, pero que dejaron de ser vigentes. Da Vinci, Velásquez, Miguel Ángel, Boticcelli, establecieron una escuela que duró casi tres siglos. Pero llegó Rubens, con otro concepto, e inmediatamente después, los impresionistas, y luego, Picasso y Miró, y el vertiginoso avance del cambio fue modificando los parámetros de la belleza pictórica. Pero no siempre se respeta, ni se reconoce, el valor del pasado.

Los “correctitos”, y por ello me refiero a los radicales, quieren cambiar la cultura de un día para otro. A mí me enseñaron desde niño, a dejar pasar primero a una mujer, a levantarme de la mesa cuando va al tocador, y a llevarle serenata si quiero conquistarla. Hoy, no me atrevo a nada de eso. Las feministas furiosas se han encargado de dinamitar la relación cordial entre mujeres y hombres. Decirle hoy en día a una mujer, “Me gustas. Quisiera conocerte más”, puede llevar a ser demandado por acoso. Es ya imposible, en el ambiente laboral, tratar de establecer una relación con una compañera de trabajo, porque se puede terminar despedido, y en el juzgado.

Han acabado, pues, con el delicioso arte del coqueteo. Claro, reconozco que no siempre es bienvenido. Pero había fórmulas de rechazo aceptadas por ambas partes. También reconozco que hay orates violentos que son peligrosos, pero han existido siempre, y que todos debemos tratar de erradicar, pero me parece que no vale la pena perder la danza eterna del cortejo, a cambio de una supuesta corrección, que casi todos guardamos de cualquier manera.

En pocas palabras, hay que conservar la decencia, y temo que está amenazada. En fin.

¡Hasta el viernes, Bahía y Vallarta!

(*) Periodista, comunicador y líder de opinión con casi 50 años de experiencia profesional.

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